Sin lugar a dudas, el martes 7 de marzo del 2009 es un día histórico no solo para la historia política peruana, sino también para todos aquellos que creen en la justicia y la política: que nadie, por más poder que ostente, está libre de “vivir como si nada” luego de cometer las más ignominiosas tropelías.
Alberto Fujimori no era tan inteligente como se decía. Solo a un imbécil le pudo pasar lo que a él: lo perdió todo ni bien abandonó su exilio dorado en Japón, impulsado por los desbarajustes del gobierno de Alejandro Toledo, pensando, quizá, que iba a poder presentarse en las elecciones presidenciales del 2006. Pero el tiro le salió por la culata, le penetró el orto al ser arrinconado en el país en el que pretendía hacer escala política, Chile.
“- ¿Cómo? ¿Un cobarde y asesino en mi país?” –seguramente se dijo la presidenta de la tierra de Salvador Allende.
Michelle Bachelet hizo gala de algo que pocas veces se ve en políticos: coherencia moral. La decisión de detenerlo fue más política que jurídica. Su mano firme fue más que importante para que la tan anhelada extradición se concretice. Y así fue: Fujimori regresó a Perú vía Chile.
En los meses que duró el juicio, hemos visto desfilar a una serie de personas que con sus testimonios corroboraban lo que la poca gente pensante en Perú sabía (y lo que muchísimos se negaban a creer): que Fujimori violó hasta más no poder los derechos humanos a cuenta del grupo Colina, el comando paramilitar que apoyó y honró en su lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, puesto que en su mentalidad tenía tatuado el convencimiento de que al terrorismo se le combate con terrorismo de estado.
Es por un par de gracias del grupo Colina (la matanza de Barrios Altos y la universidad La Cantura) que se le condena a un cuarto de siglo de cárcel, y cárcel de verdad, ya que este sinverguenza no podrá acogerse al malsano 2 x 1 (cada día de trabajo te resta un día de condena), el execrable beneficio penitenciario que en Perú permite dejar en libertad a los más avezados estafadores, violadores y narcotraficantes.
Lo que hemos visto millones de peruanos el martes 7 es una lección de justicia. En un país como Perú, en donde priman los sentimientos menores en todos los niveles de la vida, es imposible negar la transparencia y decencia con la que se ha guiado este proceso judicial. El fallo de los jueces yace en lo que nunca las huestes fujimoristas mostrarán: pruebas y argumentos.
Ahora, que Fujimori se pudra en la cárcel. Tiene suficiente tiempo para reflexionar, que por muchas obras a favor que haya hecho por millones de peruanos, eso no le daba derecho a usar mal el discurso de la democracia, puesto que, entre muchas cosas, de qué le valía fundar un colegio por día cuando por lo bajo manchaba de a pocos la conciencia y el alma de todo un país. Lo triste es saber que esa herida interior durará un par de generaciones más.
En este escritor no hay ánimo de venganza realizada mientras escribe este artículo. Lo que siente muy en su interior es mucho regocijo y paz, y, por qué no decirlo, mucha fe en que sujetos como Alberto Fujimori, quienes con la fe del pueblo (ignorante e iletrado, por cierto) llegan al poder, no vuelvan a dirigir los destinos de un país.
Publicado en Siglo XXI
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