Son pocas las novelas signadas por la supervisión de la madurez que sólo se adquiere con los años. Entendamos a la madurez desde dos puntos: la vital y la literaria, como la que nos compete en este caso. Ahora, confieso que no soy muy entusiasta de los premios literarios, estoy seguro que más de uno se ha sentido no menos que estafado con novelas sobrevaloradas, o programadas en concursillos literarios que cometen el aberrante acto de dejar en un tercer o cuarto nivel a las novelas que sí merecieron ganar, otorgándoles un consuelo y superfluo rótulo de “Finalistas”.
Hace tiempo le escuché a Alfredo Bryce Echenique decir que los premios literarios son loterías, y le doy toda la razón. Estamos en una era en que se nos quiere vender cualquier bazofia como si fuera algo artístico. Entonces, ¿cómo parar las mentiras de los premios?, ¿quién sería el verdadero censor?, ¿en qué apoyarnos para no ser parte de la andanada de mentiras que nos llegan a través de la publicidad? Posiblemente haya muchas respuestas, pero yo me quedo con la única posibilidad que nos salva del embrutecimiento mediático: el público. El público no es nada tonto, éste no se deja embaucar. Por algo existe algo llamado reediciones.
Cuando me enteré de que la primera novela del actual director del instituto Cervantes de Nueva York se había alzado con el Nadal 2006, pues tuve más de una objeción. Objeción, dicho sea de paso, porque desde hace mucho tiempo desconfío de las novelas laureadas, de que a lo mejor se le haya adjudicado ese premio a Lago por la influencia que él tiene. Es que seamos sinceros, ésas cosas, un tanto absurdas, también juegan, lamentablemente. Una de las pocas novelas premiadas que me han gustado, y de la cual aún guardo grata memoria es “La hora azul” de Alonso Cueto. Aunque valgan verdades, desde hace unos años estamos siendo testigos de que se están premiando buenas novelas, ojalá esa línea se convierta en patrón, y no sea un “accidente” que funge de contrapeso ante las metidas de patas de los jurados, en algunos casos verdaderamente terribles
Cogí “Llámame Brooklyn” con mucha duda, pero a medida que iba avanzando fui presa de un hipnotismo que me llevó en vilo hasta la última página. El argumento es aparentemente sencillo: Néstor Oliver Chapman tiene que dar forma a los cuadernos que en vida escribió su amigo Gal Ackerman, y lo escrito en esos cuadernos sólo tenía un destinatario, Nadia Orlov.
En el recorrido u ordenamiento de estos cuadernos, Néstor descubre pasajes de la vida de su amigo que no conocía, entre esas páginas hay fuertes sentimientos de amor, amistad, odio, locura y vesania que son camuflados por los avatares de Gal por cerrar los argumentos que terminan incompletos porque la modorra es fuerte o porque cree que hay otras historias que contar y es imperioso asirlas. Y Néstor es quien tiene que darle un sentido, y todos los cuadernos tienen un hilo conductor, Brooklyn y sus personajes. Los personajes son quienes terminan ofreciéndole a la novela una riqueza pocas veces vista, puesto que estos confieren a la novela de un aura de complejidad que no es bajo ningún motivo un óbice para el avance vertiginoso de las historias que a manera de nudos se cruzan y descruzan en una variopinta gama de atmósferas y situaciones que tratan de reflejar la condición humana posmoderna bajo una caleidoscópica mirada libre de prejuicios, presentándolas tal cuales.
“Llámame Brooklyn” es de esas pocas novelas que encierran muchas novelas y tradiciones. En ella sobresalen dos corrientes: la novela de aprendizaje, pero el aprendizaje de la ficción por la ficción; y la novela decimonónica por su espíritu casi totalizador por intentar recrear una mirada aún no muy desarrollada: la reflexión del inmigrante. Y claro, los tributos abiertos a escritores que le dieron la espalda a la fama como Pynchon, Salinger, Onetti y Alfau, quienes encarnan la crítica implícita a quienes sólo buscan fama y reconocimiento en el mundo literario, trayecto hacia esa parrillada de vanidades premunida de ignorancia y soberbia, combinación explosiva que sólo germina y siembra libros tan horrorosos como olvidables.
También “Llámame Brooklyn” es una novela que sirve como muestra inteligente de lo que algunos impertinentes llaman a la ligera Metaliterario. En esta novela Lago nos entrega las reflexiones, inquietudes y vicisitudes que conlleva todo proceso creativo relacionado a la escritura. El juego de los espejos está más claro que nunca y lo que parece ser una novela de historias sueltas termina adquiriendo forma y solidez a medida que en la ficción va articulándose lo que parecen ser grandes trazos sin coherencia.
Hace tiempo le escuché a Alfredo Bryce Echenique decir que los premios literarios son loterías, y le doy toda la razón. Estamos en una era en que se nos quiere vender cualquier bazofia como si fuera algo artístico. Entonces, ¿cómo parar las mentiras de los premios?, ¿quién sería el verdadero censor?, ¿en qué apoyarnos para no ser parte de la andanada de mentiras que nos llegan a través de la publicidad? Posiblemente haya muchas respuestas, pero yo me quedo con la única posibilidad que nos salva del embrutecimiento mediático: el público. El público no es nada tonto, éste no se deja embaucar. Por algo existe algo llamado reediciones.
Cuando me enteré de que la primera novela del actual director del instituto Cervantes de Nueva York se había alzado con el Nadal 2006, pues tuve más de una objeción. Objeción, dicho sea de paso, porque desde hace mucho tiempo desconfío de las novelas laureadas, de que a lo mejor se le haya adjudicado ese premio a Lago por la influencia que él tiene. Es que seamos sinceros, ésas cosas, un tanto absurdas, también juegan, lamentablemente. Una de las pocas novelas premiadas que me han gustado, y de la cual aún guardo grata memoria es “La hora azul” de Alonso Cueto. Aunque valgan verdades, desde hace unos años estamos siendo testigos de que se están premiando buenas novelas, ojalá esa línea se convierta en patrón, y no sea un “accidente” que funge de contrapeso ante las metidas de patas de los jurados, en algunos casos verdaderamente terribles
Cogí “Llámame Brooklyn” con mucha duda, pero a medida que iba avanzando fui presa de un hipnotismo que me llevó en vilo hasta la última página. El argumento es aparentemente sencillo: Néstor Oliver Chapman tiene que dar forma a los cuadernos que en vida escribió su amigo Gal Ackerman, y lo escrito en esos cuadernos sólo tenía un destinatario, Nadia Orlov.
En el recorrido u ordenamiento de estos cuadernos, Néstor descubre pasajes de la vida de su amigo que no conocía, entre esas páginas hay fuertes sentimientos de amor, amistad, odio, locura y vesania que son camuflados por los avatares de Gal por cerrar los argumentos que terminan incompletos porque la modorra es fuerte o porque cree que hay otras historias que contar y es imperioso asirlas. Y Néstor es quien tiene que darle un sentido, y todos los cuadernos tienen un hilo conductor, Brooklyn y sus personajes. Los personajes son quienes terminan ofreciéndole a la novela una riqueza pocas veces vista, puesto que estos confieren a la novela de un aura de complejidad que no es bajo ningún motivo un óbice para el avance vertiginoso de las historias que a manera de nudos se cruzan y descruzan en una variopinta gama de atmósferas y situaciones que tratan de reflejar la condición humana posmoderna bajo una caleidoscópica mirada libre de prejuicios, presentándolas tal cuales.
“Llámame Brooklyn” es de esas pocas novelas que encierran muchas novelas y tradiciones. En ella sobresalen dos corrientes: la novela de aprendizaje, pero el aprendizaje de la ficción por la ficción; y la novela decimonónica por su espíritu casi totalizador por intentar recrear una mirada aún no muy desarrollada: la reflexión del inmigrante. Y claro, los tributos abiertos a escritores que le dieron la espalda a la fama como Pynchon, Salinger, Onetti y Alfau, quienes encarnan la crítica implícita a quienes sólo buscan fama y reconocimiento en el mundo literario, trayecto hacia esa parrillada de vanidades premunida de ignorancia y soberbia, combinación explosiva que sólo germina y siembra libros tan horrorosos como olvidables.
También “Llámame Brooklyn” es una novela que sirve como muestra inteligente de lo que algunos impertinentes llaman a la ligera Metaliterario. En esta novela Lago nos entrega las reflexiones, inquietudes y vicisitudes que conlleva todo proceso creativo relacionado a la escritura. El juego de los espejos está más claro que nunca y lo que parece ser una novela de historias sueltas termina adquiriendo forma y solidez a medida que en la ficción va articulándose lo que parecen ser grandes trazos sin coherencia.
Quizá la abundancia de personajes y las inacabables referencias literarias lleguen a generar algunas dificultades en lectores no muy entrenados. Y si así fuera, qué importa, porque como dictaminó José Lezama Lima con su famoso “sólo lo difícil es estimulante” es un gran aliciente para enfrentarnos a esta novela y disfrutarla. Y no creo exagerar si digo que ésta tiene una buena coraza que le permitirá superar los embates del tiempo, tramposo muchas veces. “Llámame Brooklyn” es un libro necesario, tanto en lo literario como en lo vital ya que, en honor con la verdad, nos reconcilia con la vida. Una gran primera novela.
Esta reseña apareció publicada el 27 de septiembre en Siglo XXI, de Castellón, España.
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