“Para mí, después de todo, lo que cuenta es la ficción”
Convicción, talento y formación son los soportes en los que se la basa el trabajo literario de Luis Hernán Castañeda (Lima, 1982). Autor de Casa de Islandia y Hotel Europa, novelas que fueron muy bien recibidas por la crítica y el público. No es una exageración afirmar que estamos ante uno de los escritores peruanos con mayor proyección hoy en día.
Gabriel Ruiz-Ortega
Recuerdo mucho cuando salió tu primer libro, Casa de Islandia, digamos que los elogios no tardaron en aparecer, casi todos estos haciendo hincapié en los alcances que tenías con el lenguaje. Dime, ¿cómo tomaste esta primera etapa ?
Aunque todo eso pasó hace apenas dos años, creo que ya tengo una visión más o menos razonada de esos meses. Fue un debut inesperadamente placentero, fácil y cómodo, que me dejó bastante perplejo y aliviado, porque yo temía encontrar una hostilidad y una indiferencia de parte de los lectores que nunca encontré. Si hablamos de la recepción me siento un privilegiado, porque lo normal en nuestro medio es que los primeros libros de autores jóvenes pasen desapercibidos o que reciban un par de garrotazos injustos y paternalistas. Este desinterés me parece una muestra de ceguera, porque si bien es cierto que estos libros suelen contener anuncios, esbozos, promesas y una gran cantidad de errores suicidas o involuntarios que uno tarda en reconocer con cierta vergüenza – rezando, además, para que nadie más los advierta hasta que pueda salir una nueva edición corregida, si es que sale -, también es verdad que los escritores jóvenes pueden permitirse una alta dosis de osadía, de invención, porque todavía no han desarrollado fórmulas y se dan el lujo de aprender. Esto sucede además porque son irresponsables, porque no saben lo que hacen, y sus saltos al vacío son muy emocionantes, peligrosos, conmovedores y quizá incluso estéticamente interesantes.
Recorro las páginas de Casa.. y me reafirmo al decir que estoy ante un texto híbrido. Con muchos guiños al lector, en diálogo y confluencia permanente de nuestra tradición con otras: Martín Adán y Borges, para citar a los más saltantes. La experiencia vital que solemos ver en no pocos narradores es aquí desplazada por una experiencia muy ligada a la reflexión, a lo lúdico. ¿Cuánto tiempo te llevó escribir este libro y qué otros autores estuvieron presentes?
Lo que pasa es que la experiencia vital está camuflada y muchos críticos la han pasado por alto, quizá porque mi vida no ha sido una orgía perpetua de sexo, drogas y música estridente, aunque sí he tenido, como todo el mundo, ciertas experiencias definitivas, profundas, íntimas, que han modificado para siempre mi manera de escribir. Me refiero, principalmente, a las experiencias familiares y amorosas, que vienen también acompañadas por inevitables aspectos colectivos. Pero tengo 23 años y espero que vengan muchas más: sean felices o dolorosas, maravillosas o terribles, las experiencias más variadas y opuestas encuentran su sentido en la ficción. Ahora estoy leyendo Travesuras de la niña mala, la última novela de Mario Vargas Llosa, y estoy seguro de que sin una vasta experiencia vital, pero sobre todo, sin un minucioso oficio de testigo, tanto de la época como de sí mismo, Vargas Llosa hubiese sido incapaz de escribir esta magnífica, abarcadora novela, que es un reflejo de varios momentos históricos, políticos y culturales. La experiencia en sí misma es solo materia prima. Y, naturalmente, conocer la tradición es útil antes de sentarse a novelar la experiencia, pero también durante el proceso de creación. Antes, porque le presta al testigo una máquina de mirar, pero sobre todo de entender; y también durante, porque conocer las grandes historias contadas por otros es indispensable para contar tu propia historia.
¿Siempre has tenido la tendencia de escribir en esta tan mentada parcela de lo metaliterario? En tus propias palabras, ¿qué es lo metaliterario?
Hace poco participé en un conversatorio en el que se mencionó la vieja oposición entre literatura realista y literatura fantástica, que parece ser uno de los moldes de esa otra discusión. Enrique Planas, que también estaba ahí, hizo una valiosa revisión de ciertas ideas preconcebidas, como por ejemplo, la que señala la ausencia de novelas de amor y de textos intimistas en nuestra tradición supuestamente realista, social y política. Por supuesto, no es verdad que los peruanos no hayamos escrito grandes historias de amor: los cuentos de Loayza lo son, por ejemplo. Con esto quiero decir que, a veces, términos como “realismo” y “metaliteratura” parecen ser sólidos y evidentes por sí mismos, pero en realidad están construidos a partir de la ignorancia y la ceguera. Creo que, actualmente, lo metaliterario se ha convertido en un concepto vacío que la gente usa sin pensárselo mucho, con el único propósito de oponerlo al otro concepto, hecho de nada, de vitalismo, o literatura vitalista, para así armar una pareja de opuestos sin significado que se parezca mucho a una visión compleja e informada de la narrativa peruana actual. Como si hubiera dos vertientes puras en pugna, en conflicto, cosa que es falsa: ¿por qué asumir esta visión belicista? Yo sospecho que estas discusiones inútiles sobre lo metaliterario y lo vitalista, estas confrontaciones que se parecen demasiado a la oposición dictadura vs. democracia que está orientando la actual campaña electoral, no ayudan en nada a entender y describir los libros que se están publicando últimamente, que son muy distintos entre sí. Además, muchos de los escritores que han publicado recientemente están, apenas, calentando motores, así que resulta injusto y torpe querer encasillarlos dentro de un género inexistente cuando todavía no han llegado al centro de sus propias obras. Finalmente, repetiré un lugar común: para un lector informado toda la literatura es metaliteraria, sea implícita o explícitamente. Así como no es necesario mencionar nombres de autores y títulos de libros en una novela para ser metaliterario, hacerlo tampoco es suficiente. Ahora, yo creo que los cuentos y novelas que no son metaliterarios, es decir, que no remiten de alguna forma, implícita o explícita, directa o indirecta, visible o invisible, a una tradición, sea cual sea, son obra de un genio sobrehumano, o bien de alguien que no tiene la menor idea de qué cosa es la literatura. Lejos de los reflejos involuntarios, la mejor metaliteratura tendría que ser la que ha sido pensada de antemano, planificada para producir ciertas resonancias: la de Borges, por ejemplo.
Si en el 2004 fuiste la revelación literaria, en 2005 la prestigiosa editorial Peisa publicó Hotel Europa. A diferencia de tu primer libro noto en este último una preferencia tajante por la historia. Tengo la impresión de que este es el libro que quisiste escribir, como si en este te sintieras más narrador, más seguro del argumento, cosa muy distinta a Casa... en el que noto más una experimentación ligada a lo que se está haciendo con la novela últimamente. ¿Hotel Europa marca un viraje temático en tu narrativa?
En “Hotel Europa”, yo diría que lo central es el diseño de los personajes. Sus transformaciones muchas veces no buscadas y sus reacciones ante el cambio. Para decir una generalidad, me interesan mucho las fábulas sobre la identidad, las historias de transformación que muestran el lado frágil del individuo frente a la maquinaria de la autoridad. ¿Es posible escapar, y cómo escapa cada quien? Si comparamos Casa de Islandia y Hotel Europa, te puedo decir que mi intención fue escribir dos libros muy parecidos, a pesar de que formalmente puedan tener diferencias evidentes. Entiendo que consideres que Casa de Islandia es un híbrido, porque contiene fragmentos de un diario, cuentos, cartas y otros textos. Sin embargo, para mí siempre ha sido la autobiografía de un artista adolescente que, a trancas y barrancas, a través de la torpeza, la ingenuidad, la terquedad y la osadía, logra su objetivo: vencer la paranoia, derrotar a las voces – muchas de ellas, interiores – que le negaban la oportunidad de convertirse en escritor, su sueño más profundo. A fin de cuentas, es un libro muy optimista, casi un canto de victoria y de alegría, y creo que por eso tuvo tanta acogida, sobre todo entre los lectores muy jóvenes: por la fe que transmite, tanto en la literatura como en la vida. Por otro lado, Hotel Europa representa la inversión exacta de la primera historia. Esta novela también es el retrato de un artista adolescente – un poco mayor que el protagonista de Casa de Islandia – pero que, a diferencia de Pierre Menard, fracasa a priori, porque ni siquiera tiene una ambición artística genuina. La literatura, para él, es una búsqueda obsesiva de reconocimiento y aceptación – el lado perverso de la afirmación de Bryce, “yo escribo para que me quieran” – que se parece mucho a la necesidad de Allison Richter por ser deseada, comprada, tomada, a pesar de que ello implique renunciar a su identidad, vender unas convicciones que alguna vez pudo haber tenido. Hotel Europa es mucho más oscura y desencantada que “Casa de Islandia”, quizá porque ahora conozco mejor las debilidades y las vilezas de los escritores de carne y hueso (antes era sólo un lector emocionado, como dijo alguna vez de sí mismo el profesor Ricardo González Vigil). Creo que hay una gran afinidad entre Allison y Ludo Tótem, el protagonista de Los geniecillos dominicales. Porque así como Allison confunde la literatura con el poder que da el éxito, Ludo piensa que la bohemia del arte es una manera de llevar nuevamente esa vida ociosa y privilegiada de una aristocracia a la que ya no pertenece. Ahora, a pesar de toda esta perorata moralista, tengo que confesar que en mi opinión Allison sí tiene algunas virtudes atractivas: su imaginación, su gusto por improvisar soluciones creativas, su pasión por contar historias que cautiven a los hombres de San Andrés. En última instancia, no es un personaje completamente detestable.
En Hotel... noto una predilección muy tajante por lo raro, por lo freak, claro, esto muy bien engarzado por los epígrafes de Joseph Roth y Mario Bellatin. Sin embargo, algo ocurre con esta historia que va más allá del burdel del que hablas y de los personajes sui generis, y esto se debe a que también se le ha dado una lectura peculiar sobre una etapa realmente incómoda para los peruanos, me refiero a Sendero Luminoso, en relación a este grupo que se hace llamar Los Románticos. ¿Tuviste que documentarte sobre nuestra historia política reciente para esta visión que plasmas en tu novela?
No me documenté, porque jamás tuve la intención de escribir una alegoría sobre la época de violencia que sufrimos los peruanos en manos de los grupos terroristas y de los militares que los combatieron. La violencia en sí misma no es un paralelo suficientemente bueno. Leí una reseña que deslizaba esta interpretación, y aunque me pareció interesante, lo cierto es que la lectura alegórica no formaba parte de mis intereses cuando escribí Hotel Europa. De hecho, una lectura como esa tendría que vencer un gran obstáculo: el hecho evidente de que, en esta novela, los militares no son militares como los tuvimos aquí en los 80 y 90. Tampoco los románticos son realmente terroristas. Se trata de grupos armados, ciertamente, pero que actúan como fuerzas de choque privadas para respaldar los intereses económicos particulares de distintos personajes, como la misma Allison Richter y el Padre de San Andrés. Estos mafiosos, que son líderes carismáticos que emplean el poder de la palabra y de la imagen para subyugar a las mayorías, tienen una ética individualista, hedonista, esteticista y criminal que se parece mucho más a la ética del goce que dominó la vida política de los 90, encarnada en la figura de Montesinos. Así, vengo descubriendo que el género en el cual mi novela se inscribe – la novela utópica de erotismo y sumisión, por bautizarlo sin mucho rigor y con bastante ironía – ha resultado ser un modelo excelente para representar los efectos de una dictadura, como se puede comprobar por la publicación de otros textos como La evasión, una novela de Christopher van Ginhoven, un autor peruano joven. Para nosotros el gran modelo en esto es, me parece, Piglia, por ejemplo a partir de La ciudad ausente. Con esta comparación entre ficción y realidad no he querido sugerir que Hotel Europa sea una alegoría de esos años, de la criminalización de las fueras armadas, de la prensa, de los grupos empresariales y hasta de la farándula. Podría ser, tal vez, una criminalización ficcional de la literatura. Mi experiencia como ciudadano en un contexto dictatorial repudiable, pero también muy rico literariamente hablando porque se llegó a romper el principio de realidad (si es que alguna vez existió en política), fue uno más de los ingredientes que utilicé para diseñar el carácter de unos personajes que parecen existir para mentir y traicionar, y para darle densidad a la atmósfera descontextualizada de mi historia. Para mí, después de todo, lo que cuenta es la ficción. No creo, y en esto soy vargasllosiano, que la ficción mantenga relaciones directas y visibles con la realidad.
¿Cuánto te ayudaron las influencias de Mario Vargas Llosa (La casa verde) y Mario Bellatin (Poeta ciego)?
Cada vez que Vargas Llosa publica un nuevo libro, me veo obligado a devorarlo tan pronto como pueda, postergando cualquier otra lectura que tenga entre manos. Conocer su obra ha sido una de las experiencias centrales de mi vida como lector. Empecé a leer sus libros en el colegio, y creo que entre tercero y quinto de media leí casi todas las novelas que había publicado hasta ese momento (la lectura de sus ensayos tendría que esperar hasta la universidad). Entonces, todavía en el colegio, escribí muchos artículos breves, ingenuos y mal redactados, sobre La ciudad y los perros, Historia de Mayta y La tía Julia y el escribidor, que nacían de la más absoluta admiración, del reconocimiento de un talento superior para contar historias que me golpeaba como una revelación. Esa admiración se mantuvo intacta, y más adelante, cuando quise ser escritor, comencé a incorporar conscientemente algunos elementos cruciales de la ética y la poética de Vargas Llosa en mi nueva identidad: por ejemplo, el rigor creativo, la pasión por el diseño de argumentos y estructuras, la necesidad de ser un testigo atento de lo que pasaba a mi alrededor. Creo que Vargas Llosa ha sido una influencia importantísima en los primeros años de mi formación. La lectura de Mario Bellatin, pero también de Iván Thays, vino después, ya en la universidad, gracias a las clases de Ricardo Sumalavia, un profesor muy enterado de la actualidad literaria de entonces. De Bellatin me interesó la aparente neutralidad del estilo para representar espacios urbanos vacíos y misteriosos, pero sobre todo el hecho de que podría considerársele un escritor kafkiano, y eso para mí es un mérito en sí mismo. En Thays descubrí la flexibilidad de la temática amorosa para abordar indirectamente asuntos como el arte, la identidad y el pasado. Entonces empezó mi fascinación por la capacidad del lenguaje para crear mundos autónomos y alternativos, habitados por seres extraños, solitarios y a veces perversos, que continuó con el descubrimiento de otros autores como Borges, a quien primero conocí como a un gran estilista y creador de fantasías, para luego descubrir que lo fantástico en Borges es tal vez poco interesante en comparación con otros méritos enormes de una obra complejísima, inagotable. Esa visión de la literatura como una búsqueda de otras realidades, que está en Bellatin y en Thays, es muy vargasllosiana y, a través de nuestro mayor narrador (cuya obra es para mí y para muchos en mi generación una puerta de entrada a la novela del XIX), también flaubertiana y por último bovarista.
¿ Referentes como la pintura, el cine y la música han sumado en darle esta característica de irrealidad a este segundo libro?
Esos referentes no literarios aparecen por distintas razones. En Hotel Europa, Allison Richter está siempre acompañada por un perrito blanco, que es su mascota. Este animal se llama Rothko, como el pintor. Más allá de ser una vaga alusión a “La dama del perrito”, uno de los cuentos que más me gustan, la presencia de este perrito con un nombre tan especial – que además pinta cuadros con las patas –, en realidad es un fósil de una etapa primitiva, que dejé ahí por nostalgia o por un afán lúdico de sembrar pistas falsas. En esa etapa primitiva, la novela incluía imágenes de pinturas, como Austerlitz de Sebald o como Jacobo el mutante de Bellatin. Otro grupo de referentes corresponde al cine. Por ejemplo, Allison Richter aparece como una vieja diva que cautiva a los hombres con su glamour, al estilo de Greta Garbo en Grand Hotel, o de Frances Farmer en un libro de Thays al que le tengo mucho cariño. Pese a todo, creo que en Allison Richter predomina lo literario. Es prepotente, y además padece un exceso desagradable de cultura literaria, ya que siempre tiene el título de una novela en la punta de la lengua. Hay otro personaje que se hace llamar Apocalipsis y que se define, específicamente, por sus referentes cinematográficos. Es un fanático de las películas de guerra norteamericanas y de la pornografía, dos matrices que configuran su identidad. Estas películas, las historias que narran y los personajes que presentan, le han creado a Apocalipsis una ética perversa, una manera de interpretar las relaciones humanas que es violenta, egoísta, jerarquizada y cínica. A tal extremo, que este personaje se comunica con el mundo a través de la violencia sexual y la violencia escrita, exclusivamente. En conclusión, su drama personal, y el de todos los personajes de esta novela, es la imposibilidad de trascender estos filtros limitantes, estos puntos de vista cerrados y dolorosos, que terminan aislándolos y destruyéndolos. Apocalipsis ve a los demás personajes como marionetas, como seres sin alma ni voluntad que solo existen para satisfacer los deseos del poder, los caprichos de quien los observa, define y manipula. En los últimos capítulos, la situación se revierte cuando descubre que él también es un esbirro descartable, y esto no puede soportarlo.
Cambiemos de tema. ¿Cómo es tu metodología de trabajo?
Soy más indisciplinado de lo que me gustaría, pero trato de darle dinamismo a mi ociosidad natural imponiéndome una rutina de trabajo que sólo cumplo a medias. Ahora, prefiero escribir la primera versión a mano, pero Hotel Europa salió enteramente de Word. Casa de Islandia fue escrita a lo largo de dos años. Hubo una primera etapa de dispersión, de escritura atolondrada y caótica sin mayor conciencia de unidad, que fue complementada después por un trabajo más racional y centrado, orientado para la publicación. Algo de esa primera etapa oscura, más bien romántica, ha quedado en el libro: una cuota de ingenuidad que puede ser confundida con pureza. En el caso de Hotel Europa, es curioso, el proceso fue muy parecido. Hubo un primer núcleo, un relato extenso llamado El duende (título sin mayor resonancia, que tiene un eco en la aparición de un ser misterioso que se le presenta a Allison Richter). En ese relato, que superaba las cincuenta páginas, ya estaba esbozada la voz de Allison, pero los otros personajes, Salvador, Duval, Maité, aún no existían. A partir de este primer núcleo creció la novela. Aparecieron los nuevos personajes, trayendo sus historias y conflictos. Para diseñar el argumento fui más bien intuitivo: no hubo una planificación milimétrica, con escaletas y todo eso, sólo algunos esbozos mentales de episodios que me entusiasmaban y que luego tuve que ajustar dentro de la narración. Para mí, esta es una parte muy divertida: imaginar las cosas que van a pasar, pese a que, en el caso de Hotel Europa, el verdadero esfuerzo está puesto en crear una atmósfera y no en contar una historia. La creación de historias es otra cosa fascinante en la que seguramente trabajaré más de aquí en adelante. La novela adquirió mayor complejidad simbólica y estructural posteriormente. Toda la reflexión en torno a la identidad forma parte de la segunda etapa de escritura.
Me es difícil no preguntarte sobre los nuevos narradores peruanos. ¿Cómo ves esta eclosión de la que tú también eres parte?
Con mucha esperanza y solidaridad. Me siento cerca de todos ellos: somos amigos, hemos leído los mismos libros, vivimos en la misma ciudad y enfrentamos problemas parecidos. Nadie sabe hasta dónde llegará cada uno de ellos, porque yo sé que todavía no han escrito sus mejores libros. Pero algún día lo harán y entonces yo también me sentiré un poco orgulloso. Sospecho que el mayor riesgo para ellos es caer en la misma trampa en la que cayó Allison Richter: ofrecer a los lectores lo que esperan y necesitan, darle al mercado las novelas que el mismo mercado fomenta y reproduce, sin elevarse por encima de unas expectativas que muchas veces son limitadas. Ojalá que ninguno de estos nuevos escritores renuncie a sus ambiciones realmente literarias.
Cuéntanos de los que libros que estás leyendo últimamente.
Quisiera poder leer y releer muchos cuentos, pero por cuestiones de trabajo esto es imposible en el corto plazo: cuentos de Chéjov, de Saki, de Cheever, de Carver, pero también de Ribeyro, Bryce y Loayza. Me interesa mucho el género breve. Ahora, por cosas del azar, me ha tocado leer Huerto cerrado, La felicidad ja ja, Magdalena peruana y Guía triste de París, en ese orden, y estoy más convencido que nunca de que en el corazón de la obra de todo gran escritor hay unos cuantos prismas que hacen todo el trabajo de refracción: la infancia, la soledad, el exilio y la memoria van esbozándose, combinándose y complejizándose en una escalada de consecuencias impresionantes. También he empezado Travesuras de la niña mala, que es magnífica, y hace poco terminé La carne de René de Virgilio Piñera, una novela que combina el erotismo y la sumisión hasta volverlos indiferenciables. Los cuentos de Piñera también son fabulosos, tienen un humor negro que me recuerda a Saki. En cuanto a Saki, hace poco releí El cuentista, que presenta una poética válida para los cuentos infantiles y también para los cuentos de adultos. Trato de mantenerme al día con las novedades peruanas, pero es muy difícil, hay muchísimas. El trabajo te obliga a leer otros textos, y así se acaba el día.
Convicción, talento y formación son los soportes en los que se la basa el trabajo literario de Luis Hernán Castañeda (Lima, 1982). Autor de Casa de Islandia y Hotel Europa, novelas que fueron muy bien recibidas por la crítica y el público. No es una exageración afirmar que estamos ante uno de los escritores peruanos con mayor proyección hoy en día.
Gabriel Ruiz-Ortega
Recuerdo mucho cuando salió tu primer libro, Casa de Islandia, digamos que los elogios no tardaron en aparecer, casi todos estos haciendo hincapié en los alcances que tenías con el lenguaje. Dime, ¿cómo tomaste esta primera etapa ?
Aunque todo eso pasó hace apenas dos años, creo que ya tengo una visión más o menos razonada de esos meses. Fue un debut inesperadamente placentero, fácil y cómodo, que me dejó bastante perplejo y aliviado, porque yo temía encontrar una hostilidad y una indiferencia de parte de los lectores que nunca encontré. Si hablamos de la recepción me siento un privilegiado, porque lo normal en nuestro medio es que los primeros libros de autores jóvenes pasen desapercibidos o que reciban un par de garrotazos injustos y paternalistas. Este desinterés me parece una muestra de ceguera, porque si bien es cierto que estos libros suelen contener anuncios, esbozos, promesas y una gran cantidad de errores suicidas o involuntarios que uno tarda en reconocer con cierta vergüenza – rezando, además, para que nadie más los advierta hasta que pueda salir una nueva edición corregida, si es que sale -, también es verdad que los escritores jóvenes pueden permitirse una alta dosis de osadía, de invención, porque todavía no han desarrollado fórmulas y se dan el lujo de aprender. Esto sucede además porque son irresponsables, porque no saben lo que hacen, y sus saltos al vacío son muy emocionantes, peligrosos, conmovedores y quizá incluso estéticamente interesantes.
Recorro las páginas de Casa.. y me reafirmo al decir que estoy ante un texto híbrido. Con muchos guiños al lector, en diálogo y confluencia permanente de nuestra tradición con otras: Martín Adán y Borges, para citar a los más saltantes. La experiencia vital que solemos ver en no pocos narradores es aquí desplazada por una experiencia muy ligada a la reflexión, a lo lúdico. ¿Cuánto tiempo te llevó escribir este libro y qué otros autores estuvieron presentes?
Lo que pasa es que la experiencia vital está camuflada y muchos críticos la han pasado por alto, quizá porque mi vida no ha sido una orgía perpetua de sexo, drogas y música estridente, aunque sí he tenido, como todo el mundo, ciertas experiencias definitivas, profundas, íntimas, que han modificado para siempre mi manera de escribir. Me refiero, principalmente, a las experiencias familiares y amorosas, que vienen también acompañadas por inevitables aspectos colectivos. Pero tengo 23 años y espero que vengan muchas más: sean felices o dolorosas, maravillosas o terribles, las experiencias más variadas y opuestas encuentran su sentido en la ficción. Ahora estoy leyendo Travesuras de la niña mala, la última novela de Mario Vargas Llosa, y estoy seguro de que sin una vasta experiencia vital, pero sobre todo, sin un minucioso oficio de testigo, tanto de la época como de sí mismo, Vargas Llosa hubiese sido incapaz de escribir esta magnífica, abarcadora novela, que es un reflejo de varios momentos históricos, políticos y culturales. La experiencia en sí misma es solo materia prima. Y, naturalmente, conocer la tradición es útil antes de sentarse a novelar la experiencia, pero también durante el proceso de creación. Antes, porque le presta al testigo una máquina de mirar, pero sobre todo de entender; y también durante, porque conocer las grandes historias contadas por otros es indispensable para contar tu propia historia.
¿Siempre has tenido la tendencia de escribir en esta tan mentada parcela de lo metaliterario? En tus propias palabras, ¿qué es lo metaliterario?
Hace poco participé en un conversatorio en el que se mencionó la vieja oposición entre literatura realista y literatura fantástica, que parece ser uno de los moldes de esa otra discusión. Enrique Planas, que también estaba ahí, hizo una valiosa revisión de ciertas ideas preconcebidas, como por ejemplo, la que señala la ausencia de novelas de amor y de textos intimistas en nuestra tradición supuestamente realista, social y política. Por supuesto, no es verdad que los peruanos no hayamos escrito grandes historias de amor: los cuentos de Loayza lo son, por ejemplo. Con esto quiero decir que, a veces, términos como “realismo” y “metaliteratura” parecen ser sólidos y evidentes por sí mismos, pero en realidad están construidos a partir de la ignorancia y la ceguera. Creo que, actualmente, lo metaliterario se ha convertido en un concepto vacío que la gente usa sin pensárselo mucho, con el único propósito de oponerlo al otro concepto, hecho de nada, de vitalismo, o literatura vitalista, para así armar una pareja de opuestos sin significado que se parezca mucho a una visión compleja e informada de la narrativa peruana actual. Como si hubiera dos vertientes puras en pugna, en conflicto, cosa que es falsa: ¿por qué asumir esta visión belicista? Yo sospecho que estas discusiones inútiles sobre lo metaliterario y lo vitalista, estas confrontaciones que se parecen demasiado a la oposición dictadura vs. democracia que está orientando la actual campaña electoral, no ayudan en nada a entender y describir los libros que se están publicando últimamente, que son muy distintos entre sí. Además, muchos de los escritores que han publicado recientemente están, apenas, calentando motores, así que resulta injusto y torpe querer encasillarlos dentro de un género inexistente cuando todavía no han llegado al centro de sus propias obras. Finalmente, repetiré un lugar común: para un lector informado toda la literatura es metaliteraria, sea implícita o explícitamente. Así como no es necesario mencionar nombres de autores y títulos de libros en una novela para ser metaliterario, hacerlo tampoco es suficiente. Ahora, yo creo que los cuentos y novelas que no son metaliterarios, es decir, que no remiten de alguna forma, implícita o explícita, directa o indirecta, visible o invisible, a una tradición, sea cual sea, son obra de un genio sobrehumano, o bien de alguien que no tiene la menor idea de qué cosa es la literatura. Lejos de los reflejos involuntarios, la mejor metaliteratura tendría que ser la que ha sido pensada de antemano, planificada para producir ciertas resonancias: la de Borges, por ejemplo.
Si en el 2004 fuiste la revelación literaria, en 2005 la prestigiosa editorial Peisa publicó Hotel Europa. A diferencia de tu primer libro noto en este último una preferencia tajante por la historia. Tengo la impresión de que este es el libro que quisiste escribir, como si en este te sintieras más narrador, más seguro del argumento, cosa muy distinta a Casa... en el que noto más una experimentación ligada a lo que se está haciendo con la novela últimamente. ¿Hotel Europa marca un viraje temático en tu narrativa?
En “Hotel Europa”, yo diría que lo central es el diseño de los personajes. Sus transformaciones muchas veces no buscadas y sus reacciones ante el cambio. Para decir una generalidad, me interesan mucho las fábulas sobre la identidad, las historias de transformación que muestran el lado frágil del individuo frente a la maquinaria de la autoridad. ¿Es posible escapar, y cómo escapa cada quien? Si comparamos Casa de Islandia y Hotel Europa, te puedo decir que mi intención fue escribir dos libros muy parecidos, a pesar de que formalmente puedan tener diferencias evidentes. Entiendo que consideres que Casa de Islandia es un híbrido, porque contiene fragmentos de un diario, cuentos, cartas y otros textos. Sin embargo, para mí siempre ha sido la autobiografía de un artista adolescente que, a trancas y barrancas, a través de la torpeza, la ingenuidad, la terquedad y la osadía, logra su objetivo: vencer la paranoia, derrotar a las voces – muchas de ellas, interiores – que le negaban la oportunidad de convertirse en escritor, su sueño más profundo. A fin de cuentas, es un libro muy optimista, casi un canto de victoria y de alegría, y creo que por eso tuvo tanta acogida, sobre todo entre los lectores muy jóvenes: por la fe que transmite, tanto en la literatura como en la vida. Por otro lado, Hotel Europa representa la inversión exacta de la primera historia. Esta novela también es el retrato de un artista adolescente – un poco mayor que el protagonista de Casa de Islandia – pero que, a diferencia de Pierre Menard, fracasa a priori, porque ni siquiera tiene una ambición artística genuina. La literatura, para él, es una búsqueda obsesiva de reconocimiento y aceptación – el lado perverso de la afirmación de Bryce, “yo escribo para que me quieran” – que se parece mucho a la necesidad de Allison Richter por ser deseada, comprada, tomada, a pesar de que ello implique renunciar a su identidad, vender unas convicciones que alguna vez pudo haber tenido. Hotel Europa es mucho más oscura y desencantada que “Casa de Islandia”, quizá porque ahora conozco mejor las debilidades y las vilezas de los escritores de carne y hueso (antes era sólo un lector emocionado, como dijo alguna vez de sí mismo el profesor Ricardo González Vigil). Creo que hay una gran afinidad entre Allison y Ludo Tótem, el protagonista de Los geniecillos dominicales. Porque así como Allison confunde la literatura con el poder que da el éxito, Ludo piensa que la bohemia del arte es una manera de llevar nuevamente esa vida ociosa y privilegiada de una aristocracia a la que ya no pertenece. Ahora, a pesar de toda esta perorata moralista, tengo que confesar que en mi opinión Allison sí tiene algunas virtudes atractivas: su imaginación, su gusto por improvisar soluciones creativas, su pasión por contar historias que cautiven a los hombres de San Andrés. En última instancia, no es un personaje completamente detestable.
En Hotel... noto una predilección muy tajante por lo raro, por lo freak, claro, esto muy bien engarzado por los epígrafes de Joseph Roth y Mario Bellatin. Sin embargo, algo ocurre con esta historia que va más allá del burdel del que hablas y de los personajes sui generis, y esto se debe a que también se le ha dado una lectura peculiar sobre una etapa realmente incómoda para los peruanos, me refiero a Sendero Luminoso, en relación a este grupo que se hace llamar Los Románticos. ¿Tuviste que documentarte sobre nuestra historia política reciente para esta visión que plasmas en tu novela?
No me documenté, porque jamás tuve la intención de escribir una alegoría sobre la época de violencia que sufrimos los peruanos en manos de los grupos terroristas y de los militares que los combatieron. La violencia en sí misma no es un paralelo suficientemente bueno. Leí una reseña que deslizaba esta interpretación, y aunque me pareció interesante, lo cierto es que la lectura alegórica no formaba parte de mis intereses cuando escribí Hotel Europa. De hecho, una lectura como esa tendría que vencer un gran obstáculo: el hecho evidente de que, en esta novela, los militares no son militares como los tuvimos aquí en los 80 y 90. Tampoco los románticos son realmente terroristas. Se trata de grupos armados, ciertamente, pero que actúan como fuerzas de choque privadas para respaldar los intereses económicos particulares de distintos personajes, como la misma Allison Richter y el Padre de San Andrés. Estos mafiosos, que son líderes carismáticos que emplean el poder de la palabra y de la imagen para subyugar a las mayorías, tienen una ética individualista, hedonista, esteticista y criminal que se parece mucho más a la ética del goce que dominó la vida política de los 90, encarnada en la figura de Montesinos. Así, vengo descubriendo que el género en el cual mi novela se inscribe – la novela utópica de erotismo y sumisión, por bautizarlo sin mucho rigor y con bastante ironía – ha resultado ser un modelo excelente para representar los efectos de una dictadura, como se puede comprobar por la publicación de otros textos como La evasión, una novela de Christopher van Ginhoven, un autor peruano joven. Para nosotros el gran modelo en esto es, me parece, Piglia, por ejemplo a partir de La ciudad ausente. Con esta comparación entre ficción y realidad no he querido sugerir que Hotel Europa sea una alegoría de esos años, de la criminalización de las fueras armadas, de la prensa, de los grupos empresariales y hasta de la farándula. Podría ser, tal vez, una criminalización ficcional de la literatura. Mi experiencia como ciudadano en un contexto dictatorial repudiable, pero también muy rico literariamente hablando porque se llegó a romper el principio de realidad (si es que alguna vez existió en política), fue uno más de los ingredientes que utilicé para diseñar el carácter de unos personajes que parecen existir para mentir y traicionar, y para darle densidad a la atmósfera descontextualizada de mi historia. Para mí, después de todo, lo que cuenta es la ficción. No creo, y en esto soy vargasllosiano, que la ficción mantenga relaciones directas y visibles con la realidad.
¿Cuánto te ayudaron las influencias de Mario Vargas Llosa (La casa verde) y Mario Bellatin (Poeta ciego)?
Cada vez que Vargas Llosa publica un nuevo libro, me veo obligado a devorarlo tan pronto como pueda, postergando cualquier otra lectura que tenga entre manos. Conocer su obra ha sido una de las experiencias centrales de mi vida como lector. Empecé a leer sus libros en el colegio, y creo que entre tercero y quinto de media leí casi todas las novelas que había publicado hasta ese momento (la lectura de sus ensayos tendría que esperar hasta la universidad). Entonces, todavía en el colegio, escribí muchos artículos breves, ingenuos y mal redactados, sobre La ciudad y los perros, Historia de Mayta y La tía Julia y el escribidor, que nacían de la más absoluta admiración, del reconocimiento de un talento superior para contar historias que me golpeaba como una revelación. Esa admiración se mantuvo intacta, y más adelante, cuando quise ser escritor, comencé a incorporar conscientemente algunos elementos cruciales de la ética y la poética de Vargas Llosa en mi nueva identidad: por ejemplo, el rigor creativo, la pasión por el diseño de argumentos y estructuras, la necesidad de ser un testigo atento de lo que pasaba a mi alrededor. Creo que Vargas Llosa ha sido una influencia importantísima en los primeros años de mi formación. La lectura de Mario Bellatin, pero también de Iván Thays, vino después, ya en la universidad, gracias a las clases de Ricardo Sumalavia, un profesor muy enterado de la actualidad literaria de entonces. De Bellatin me interesó la aparente neutralidad del estilo para representar espacios urbanos vacíos y misteriosos, pero sobre todo el hecho de que podría considerársele un escritor kafkiano, y eso para mí es un mérito en sí mismo. En Thays descubrí la flexibilidad de la temática amorosa para abordar indirectamente asuntos como el arte, la identidad y el pasado. Entonces empezó mi fascinación por la capacidad del lenguaje para crear mundos autónomos y alternativos, habitados por seres extraños, solitarios y a veces perversos, que continuó con el descubrimiento de otros autores como Borges, a quien primero conocí como a un gran estilista y creador de fantasías, para luego descubrir que lo fantástico en Borges es tal vez poco interesante en comparación con otros méritos enormes de una obra complejísima, inagotable. Esa visión de la literatura como una búsqueda de otras realidades, que está en Bellatin y en Thays, es muy vargasllosiana y, a través de nuestro mayor narrador (cuya obra es para mí y para muchos en mi generación una puerta de entrada a la novela del XIX), también flaubertiana y por último bovarista.
¿ Referentes como la pintura, el cine y la música han sumado en darle esta característica de irrealidad a este segundo libro?
Esos referentes no literarios aparecen por distintas razones. En Hotel Europa, Allison Richter está siempre acompañada por un perrito blanco, que es su mascota. Este animal se llama Rothko, como el pintor. Más allá de ser una vaga alusión a “La dama del perrito”, uno de los cuentos que más me gustan, la presencia de este perrito con un nombre tan especial – que además pinta cuadros con las patas –, en realidad es un fósil de una etapa primitiva, que dejé ahí por nostalgia o por un afán lúdico de sembrar pistas falsas. En esa etapa primitiva, la novela incluía imágenes de pinturas, como Austerlitz de Sebald o como Jacobo el mutante de Bellatin. Otro grupo de referentes corresponde al cine. Por ejemplo, Allison Richter aparece como una vieja diva que cautiva a los hombres con su glamour, al estilo de Greta Garbo en Grand Hotel, o de Frances Farmer en un libro de Thays al que le tengo mucho cariño. Pese a todo, creo que en Allison Richter predomina lo literario. Es prepotente, y además padece un exceso desagradable de cultura literaria, ya que siempre tiene el título de una novela en la punta de la lengua. Hay otro personaje que se hace llamar Apocalipsis y que se define, específicamente, por sus referentes cinematográficos. Es un fanático de las películas de guerra norteamericanas y de la pornografía, dos matrices que configuran su identidad. Estas películas, las historias que narran y los personajes que presentan, le han creado a Apocalipsis una ética perversa, una manera de interpretar las relaciones humanas que es violenta, egoísta, jerarquizada y cínica. A tal extremo, que este personaje se comunica con el mundo a través de la violencia sexual y la violencia escrita, exclusivamente. En conclusión, su drama personal, y el de todos los personajes de esta novela, es la imposibilidad de trascender estos filtros limitantes, estos puntos de vista cerrados y dolorosos, que terminan aislándolos y destruyéndolos. Apocalipsis ve a los demás personajes como marionetas, como seres sin alma ni voluntad que solo existen para satisfacer los deseos del poder, los caprichos de quien los observa, define y manipula. En los últimos capítulos, la situación se revierte cuando descubre que él también es un esbirro descartable, y esto no puede soportarlo.
Cambiemos de tema. ¿Cómo es tu metodología de trabajo?
Soy más indisciplinado de lo que me gustaría, pero trato de darle dinamismo a mi ociosidad natural imponiéndome una rutina de trabajo que sólo cumplo a medias. Ahora, prefiero escribir la primera versión a mano, pero Hotel Europa salió enteramente de Word. Casa de Islandia fue escrita a lo largo de dos años. Hubo una primera etapa de dispersión, de escritura atolondrada y caótica sin mayor conciencia de unidad, que fue complementada después por un trabajo más racional y centrado, orientado para la publicación. Algo de esa primera etapa oscura, más bien romántica, ha quedado en el libro: una cuota de ingenuidad que puede ser confundida con pureza. En el caso de Hotel Europa, es curioso, el proceso fue muy parecido. Hubo un primer núcleo, un relato extenso llamado El duende (título sin mayor resonancia, que tiene un eco en la aparición de un ser misterioso que se le presenta a Allison Richter). En ese relato, que superaba las cincuenta páginas, ya estaba esbozada la voz de Allison, pero los otros personajes, Salvador, Duval, Maité, aún no existían. A partir de este primer núcleo creció la novela. Aparecieron los nuevos personajes, trayendo sus historias y conflictos. Para diseñar el argumento fui más bien intuitivo: no hubo una planificación milimétrica, con escaletas y todo eso, sólo algunos esbozos mentales de episodios que me entusiasmaban y que luego tuve que ajustar dentro de la narración. Para mí, esta es una parte muy divertida: imaginar las cosas que van a pasar, pese a que, en el caso de Hotel Europa, el verdadero esfuerzo está puesto en crear una atmósfera y no en contar una historia. La creación de historias es otra cosa fascinante en la que seguramente trabajaré más de aquí en adelante. La novela adquirió mayor complejidad simbólica y estructural posteriormente. Toda la reflexión en torno a la identidad forma parte de la segunda etapa de escritura.
Me es difícil no preguntarte sobre los nuevos narradores peruanos. ¿Cómo ves esta eclosión de la que tú también eres parte?
Con mucha esperanza y solidaridad. Me siento cerca de todos ellos: somos amigos, hemos leído los mismos libros, vivimos en la misma ciudad y enfrentamos problemas parecidos. Nadie sabe hasta dónde llegará cada uno de ellos, porque yo sé que todavía no han escrito sus mejores libros. Pero algún día lo harán y entonces yo también me sentiré un poco orgulloso. Sospecho que el mayor riesgo para ellos es caer en la misma trampa en la que cayó Allison Richter: ofrecer a los lectores lo que esperan y necesitan, darle al mercado las novelas que el mismo mercado fomenta y reproduce, sin elevarse por encima de unas expectativas que muchas veces son limitadas. Ojalá que ninguno de estos nuevos escritores renuncie a sus ambiciones realmente literarias.
Cuéntanos de los que libros que estás leyendo últimamente.
Quisiera poder leer y releer muchos cuentos, pero por cuestiones de trabajo esto es imposible en el corto plazo: cuentos de Chéjov, de Saki, de Cheever, de Carver, pero también de Ribeyro, Bryce y Loayza. Me interesa mucho el género breve. Ahora, por cosas del azar, me ha tocado leer Huerto cerrado, La felicidad ja ja, Magdalena peruana y Guía triste de París, en ese orden, y estoy más convencido que nunca de que en el corazón de la obra de todo gran escritor hay unos cuantos prismas que hacen todo el trabajo de refracción: la infancia, la soledad, el exilio y la memoria van esbozándose, combinándose y complejizándose en una escalada de consecuencias impresionantes. También he empezado Travesuras de la niña mala, que es magnífica, y hace poco terminé La carne de René de Virgilio Piñera, una novela que combina el erotismo y la sumisión hasta volverlos indiferenciables. Los cuentos de Piñera también son fabulosos, tienen un humor negro que me recuerda a Saki. En cuanto a Saki, hace poco releí El cuentista, que presenta una poética válida para los cuentos infantiles y también para los cuentos de adultos. Trato de mantenerme al día con las novedades peruanas, pero es muy difícil, hay muchísimas. El trabajo te obliga a leer otros textos, y así se acaba el día.
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