“En el fondo, me interesa cuestionar los estereotipos románticos del escritor”
Un encuentro fortuito en un bar, en el que se aprovechó para zanjar ciertas rencillas, dio pie para realizar esta entrevista semanas después. Para bien o para mal, Leonardo Aguirre (Lima, 1975) es uno de los jóvenes escritores peruanos más conocidos. Es autor del libro de relatos Manual para cazar plumíferos, columnista del diario La República y está próximo a publicar su segundo libro. Vale anotar que no comparto muchas ideas que este escritor esgrime, pero hay que resaltar su soltura y desenfado al responder las preguntas que a continuación presentamos en su integridad.
Gabriel Ruiz-Ortega
Ha pasado un tiempo prudencial como para que puedas ver a Manuel para cazar plumíferos con objetividad. Como autor, ¿cuál crees que es la cualidad que puedas decir de tu primer libro de cuentos?, ¿tienes alguna autocrítica en torno a él?
¿Cualidades? Creo que a mí no me corresponde precisarlas. No sería muy elegante. Que de eso se encargue la prensa cultural. Más bien: ya se encargó. Y no se cargó mi libro, como podría pensarse debido a mi prontuario crítico-penal. Antes bien, insospechadamente (imaginé que los autores criticados y sus aliados iban a aprovechar la oportunidad para desquitarse), hubo harto champán y sólo probé dos traguitos amargos, dos reseñas amargas. Pero ni tan amargas, porque, en muchos puntos, ambas reseñas resultaron útiles y didácticas. Y, sobre todo, coincidieron con mis intuiciones. Es decir, yo ya intuía por donde cojeaban mis cuentos. Por ejemplo, reconozco que se me pasó la mano con Joyce. Quise exprimir el socorridísimo monólogo interior y preparé un jugo muy espeso, duro de pasar. También abusé de Cabrera Infante. Pueden resultar muy simpáticos mis juegos de palabras, pero el problema surge cuando el lector no entiende el juego y se aburre de verme jugar. O cuando sólo juego para Occidente pullman (por ejemplo: críticos, profesores, jurados) y me olvido de la trinchera. O me divierto con guachitas y bicicletas, pero me pierdo el gol en la boca del arco. Léase: cuando privilegio el lenguaje sobre el plot. Cuando mis cuentos se convierten en fríos y pretenciosos artefactos intelectuales y arruino el feeling de una simple historia bien contada. Cuando me convierto en ese escritor que interpreta Kevin Spacey en “Los Estados Unidos de Leland”: “no necesito pequeñas tragedias familiares, puedo escribir doce novelas sobre la luz y la sombra del bar”. Por otro lado, los títulos no son los mejores. A pesar de haber trabajado mucho tiempo en periodismo, nunca aprendí a golpear desde el saque. Tendré que pedirle consejo a Galarza, que sí es bueno para eso. Para los títulos, digo. Finalmente, la foto de la solapa es injusta. Es que no la elegí yo. Se tomaron hasta cuatro rollos, pero los editores optaron por esa estampa de caricatura, donde la nariz se me ve más grande y los lentes más gruesos.
Digamos que se tiene una imagen no muy frívola de la figura del escritor como tal, y con mayor razón, en un país como el nuestro. Sin embargo, uno de los aspectos saltantes en tu libro es que muestras al escritor como tal en su versión más mundana, “criolla”, como interesado más en figurar que en preocuparse en una obra literaria solvente. Y algunos personajes reflejan cierta fusión entre lo snob y lo vital. ¿Cuánto de ti hay en estos cuentos?, ¿cuál es tu paradigma en relación a la figura del escritor?
En el fondo, me interesa cuestionar los estereotipos románticos del escritor. Me interesa bajarlo del pedestal. Me interesa mostrar a un escritor carnal, pragmático, contradictorio, falible, a veces ridículo y a veces hambriento de reconocimiento (todos, en el fondo, y desde que nacemos, buscamos reconocimiento). El escritor come, cacha y caga como cualquier mortal. (Y se muere por ver su nombre en letras de molde.) Tiene que ganarse los frejoles, tiene que pagar las cuentas a fin de mes. Y, claro, ése soy yo. Luego, no tengo ningún paradigma, como dices, de la figura del escritor. Todo lo que te dije antes no constituye un paradigma; es sólo la constatación de una realidad. Más bien, no admiro a los escritores; admiro sus libros. No quiero ser como fulano o mengano, pero sí quiero escribir como fulano o mengano.
Claro, en Doctor Lüber, por ejemplo, se proyecta una conducta del protagonista pautada por cierta conciencia moral. Pero casi todos tus personajes exhiben con orgullo su desenfado, haciendo patente un cinismo.
El protagonista de Doctor Lüber, como cualquier hijo de vecino, titubea frente a la posibilidad de acostarse con una púber. Fantasea con eso, como tú y como yo (no hay que negarlo: las colegialas y los tríos son las fantasías masculinas más frecuentes), pero cuando tiene el arco a su merced, digamos, arruga y opta por dar el pase. Se la pasa de taquito a su fotógrafo. Sin embargo, la verdad, no sé si se trata exactamente de un dilema moral. Otra interpretación sugeriría que F., más bien, pone en la balanza el negocio redondo de las fotonovelas porno y el sorpresivo, tardío, éxito literario de ese librito erótico que publicó en su adolescencia. Tiene dos opciones igual de prometedoras, pero escoge la segunda. En todo caso, antes que el dinero, prefiere el prestigio (no la trascendencia; más bien: su nombre en letras de molde o su foto en la solapa). F. es muy pragmático y, antes de tomar una decisión, sopesa costos y beneficios.
Apuestas por un humor que llega a alcanzar buenos resultados en tus cuentos más experimentales. Quizá el que más se ajuste a esta intención sea Crucidrama. Sin embargo, el apostar por estirar los límites de la palabra en cuánto puede afectar la historia que estás escribiendo. ¿Cuáles son los riesgos que corres y qué tan bien sales de ellos?
Con respecto al caso que mencionas, creo que el título ya es una advertencia: sienta las bases de una suerte de pacto con el lector. Es un cuento para resolver: el lector debe decodificar la historia. Sin duda, en este caso específico (y también en Con Paola no puedo), le pido al lector que se esfuerce un poco más de lo habitual para seguir la historia y no ahogarse en el océano de frases, o en la sopa de letras. Le pido al lector que chambee, que no se la lleve fácil. Sin embargo, como acabas de decir, Crucidrama también luce, digamos, un barniz humorístico: es decir, por un lado, le pido al lector que chambee, y por el otro, uso el humor para hacerle placentera esa misma chamba. Lógicamente, también corro el riesgo de que me toque un lector flojo que no desee decodificar nada. O que no tenga el mismo sentido del humor. En ese caso, si tira la toalla en la primera línea de Crucidrama, o si no puede con Paola, a dicho lector le aconsejaría ignorar las páginas respectivas y pasar al siguiente cuento.
Algo parecido sucede también en Sandrita, Pattie Boyd y Michelle ma Belle. Lo que me atrae son los tres registros formales de los que te vales. Y a diferencia, en especial, de Crucidrama, este es un cuento que se disfruta.
Claro, supongo que ese cuento es mucho más amable con el lector. Amable y arrechante. Tan arrechante como Doctor Lüber, pero, formalmente, menos conservador. Sobre todo, me interesaba marcar la diferencia entre lo que se dice “al aire” y lo que se dice “por interno” en un programa de radio. Que, en el fondo, no es más que una representación de lo poco que se dice y lo mucho que no se dice, pero se insinúa, en toda seducción. Finalmente, ese cuento es la historia de una seducción. Aunque después, claro, los que se alucinaban muy diestros cazadores (ambos, él y ella) terminan descubriendo que no habían hecho más que obedecer un libreto.
Cambiemos de tema. Hablemos de cosas un tanto chocantes. ¿Eres el administrador de los blogs basura? Por favor, sé directo y fundamenta lo que dices. Mucha gente cree que eres tú la persona que está detrás de toda esa maquinaria, realmente, asquerosa. Obviamente, dirás que no, pero dinos por qué dejar de creer que eres tú el primer sospechoso.
Primero debo preguntarte: ¿por qué soy yo el primer sospechoso? O, mejor dicho: ¿quién dice que lo soy?
Tranquilo, Leonardo. Toma tu cafecito. Simplemente te comento de lo que mucha gente está convencida. Te hice una sencilla pregunta y me respondes preguntando. Estamos en una entrevista, no en un exorcismo.
¿O sea que soy un demonio?… Noto que me has hecho dos preguntas en una. La primera sí es, como dices, una pregunta sencilla. Y la respuesta es no. Punto. (Además, ya respondiste por mí.) La segunda no es tan sencilla. Porque, en realidad, ya presumes que soy culpable… creo que estoy en mi derecho de cuestionar, por lo menos, la formulación de esa pregunta. Sin embargo, para no ser aguafiestas (tienes razón: se trata de una fruslería), te respondo de todos modos. Muy simple: yo firmo todo lo que publico. Nunca me escondo, siempre doy la cara (incluso para los golpes). No tanto por valentía sino por vanidad. Además, fíjate que mis propios enemigos de la blogósfera literaria, cada vez que los provoco, insisten en que soy pedante y megalómano. Así que yo les preguntaría a los defensores de la malévola conjetura (es decir, los enemigos de siempre): ¿cómo pensar que el megalómano de Leonardo Aguirre va a perder la oportunidad de publicitar su nombre en esos blogs tan visitados? Por otro lado, en términos de lectoría, mi blog ya era mucho más exitoso que aquellos que tú basureas. Es decir, si quiero alborotar otra vez el gallinero (la blogósfera sólo sirve para cacarear, no para escribir), resucito mi blog y punto; no necesito inventarme un blog anónimo… Ah, por cierto, el café ya está frío: un café frío es un cebiche sin ají.
Administraste el blog Rata de laboratorio, aunque pocos lo conocían con ese nombre. ¿Algún mea culpa luego de dicha experiencia?
Te equivocas. Mi blog no tenía ese nombre, ni para pocos ni para muchos. Se llamaba, simplemente, Leonardo Aguirre.
Bueno, es un error mío entonces. Cada vez que digitaba en Google Rata de laboratorio blog aparecía tu blog. Simple coincidencia. Sigamos.
Se trata, más bien, de una cuestión técnica: ése es el nombre de un archivo jpg, y aparece cada vez que posas la flecha sobre la imagen de la rata. En fin. El caso es que la experiencia fue muy divertida mientras duró. Desgraciadamente, no todos tienen el mismo sentido del humor, ni la misma correa. ¿Mea culpa? Más bien, me meo en la culpa. Porque la culpa no era mía sino de los chistosos que dejaban sus comentarios. En todo caso, cuando la situación se puso inmanejable, cosa que coincidió con mi hartazgo, hice lo único que quedaba por hacer: abandonar el blog. Algo parecido sucedió con mi etapa de reseñista o comentarista o crítico o como quieras llamarlo (o redactor de estafetas, como dijo el picón de Cachay): cuando los supuestamente ofendidos comenzaron a inundar el correo de Agenciaperú de vilipendios, cuando pasaron del vilipendio al golpe, cuando moquearon en televisión, entonces di por terminada la aventura y dejé de reseñar. En ambos casos, lo hice no por un sentimiento de culpa sino, como dicen los evangélicos, por amor a los débiles. Es decir, por los susceptibles; es decir, por los niños que se meten en cosas de hombres; es decir, por los que publican pero no quieren que nadie diga una sola palabra en público para cuestionar su enorme talento. ¿Quieres un mea culpa? Te ofrezco gestos: dejé la crítica y abandoné el blog. Suficiente.
No vas a negar que al momento de administrar un blog eres responsable de lo que se publica en los comentarios.
Pero no soy responsable de la hipersensibilidad de los demás. No sé si lo recuerdas, pero en mi propio blog, en aras de la equidad, permití que también se metieran conmigo. Dejé que me calificaran de mil maneras. Y dejé que me inventaran las anécdotas más truculentas. ¿Acaso voy a hacer un escándalo por eso? Por favor, no me voy a amargar la vida por las flatulencias de unos cuantos inéditos resentidos que ni siquiera tienen los cojones para poner su nombre. Por último, lo dicho: mi blog ya está muerto. Así que dejen de acusarme por un caso archivado.
Digamos que tu experiencia como crítico literario en Agenciaperú sirvió para hacerte conocido. Y salvando las evidentes distancias literarias, entraste a la leyenda de la chismografía a raíz de la agresión que sufriste por parte de Sergio Galarza, escritor a quien no le gustó tu reseña en torno a su libro La soledad de los aviones. A veces tengo la impresión de que fue un hecho arreglado en pos de la publicidad, y publicidad hubo, casi todo el mundillo literario en Lima habló de ello. ¿Qué es lo que realmente pasó?
En primer lugar, no es cierto, como especulan los chistosos de la blogósfera literaria (ésos que ven conspiraciones y amarres por todos lados), que Galarza y yo hayamos arreglado el asunto para vender nuestros respectivos libros que, por pura coincidencia, aparecieron en la misma época.
Aguanta. No sólo son los chistosos de la blogósfera literaria quienes lo creen.
Bueno, no importa quiénes: no tienen nombre, no existen. El punto es que, si alguien montó el circo, ése no fui yo. Ahora bien, es cierto que hubo algunos indicios que me hicieron conjeturar, en su momento, cierta premeditación de parte de los organizadores del debate. Por ejemplo: en principio, los ponentes debíamos ser cuatro, pero, a la hora de los loros, sólo aparecimos dos, y el moderador me informó que los ausentes se habían negado, por diversas razones, ese mismo día. No obstante, ya estaban impresos, y ya circulaban, los volantes y afiches que consignaban sólo dos nombres y no cuatro. Además, el título de la charla, según el mail que me enviaron los organizadores, era, simplemente: “críticos y escritores”; pero luego, el mismo día, los volantes y los afiches rezaban “El escritor versus el crítico; Sergio Galarza versus Leonardo Aguirre”. Por otro lado, los organizadores dijeron haber invitado también a Javier Ágreda, el crítico del diario La República, y al escritor Carlos Gallardo; pero Ágreda me contó luego que nunca se enteró del asunto, y encontré a Gallardo, minutos después, en la cafetería de Letras de la universidad, es decir, a una cuadra del salón donde tuvo lugar el famoso debate. Pero repito: no son más que indicios. Como quiera que sea, apenas al día siguiente, Galarza se disculpó personalmente conmigo. Y ése, por lo menos para mí, fue el punto final. Lo demás sólo es parte de la anécdota, de la leyenda urbana.
Mejor volvamos a Manual... Mi vida en Beatles es un cuento que, en lo personal, me gustó mucho. Es una conmovedora reconciliación con la vida. Y digamos que junto a Café Miltón y cordero con Saki son la base en la que se apoya este primer libro.
Claro, tanto Café Milton como Mi vida en Beatles aluden, de manera literaria y chismográfica, al resto de cuentos del Manual. Digamos que son las tapas del sánguche. Ahora bien, Café Milton es totalmente ficcional, mientras que Mi Vida en Beatles pretende ser un fragmento autobiográfico. Y digo “pretende” porque también hay algo de ficción, pero en este caso la reduzco a un diez por ciento, por decirlo de algún modo. Luego, sí, tienes razón: la palabra “reconciliación” me parece exacta. Sobre todo, es una reconciliación con mi pasado evangélico, del que solía renegar hasta no hace mucho (casi del mismo modo en que mis viejos se reconciliaron con los Beatles, luego de romper sus discos por consejo de ciertos pastores pentecostales). El caso es que entendí, y este cuento representa este entendimiento, que incluso esa parte de mi pasado puede alimentar una reflexión literaria. Entendí que todo sirve. Entendí que todo suma (como dicen los futbolistas). Y que, finalmente, la persona que soy ahora también depende de las tantas horas calentando la banca de una iglesia, de tantos textos de doctrina, de tantas experiencias sobrenaturales, etc. En cambio, si mal no recuerdo, tú procesaste ese pasado de manera inversa. Me refiero a tu novela La cacería… Es curioso: los dos estudiamos en el mismo colegio, pero los dos tenemos puntos de vista diferentes sobre el asunto evangélico… en fin. Por otro lado, creo que Mi vida en Beatles también soporta otras lecturas. Puede ser, incluso, una cínica carta de amor para mi enamorada, en donde rememoro aventuras con otras ocho mujeres. Y puede ser, de algún modo, una celebración de la amistad: por un lado, la amistad inconmovible de los Fab Four, de mis Fab Four, de los viejos compinches del cole, y por el otro, la amistad de los compañeros del taller de narrativa que escribieron Papel Carbón… Para no mencionar, como te dije al principio, que Mi vida en Beatles, además, intenta ser una radiografía (un poquito mentirosa) del proceso de creación de los cuentos anteriores. Pero, claro, tampoco quiero hacer trampa: no debo inducir al lector a leer ese cuento de tal o cual manera…
Bueno, se sabe que se publicará otro libro de cuentos tuyo, La musa travestida. ¿Tiene nexos con Manual... o es un conjunto de tópicos distintos?
En realidad, es más de lo mismo. Más y mejor, claro está. Porque, según creo, ese libro, que ya está listo, se notará mucho más sólido, más afiatado, más trabajado que el primero. De hecho, fue escrito antes que el primero: es decir, dispuse de más tiempo para la corrección. Luego, por si acaso, si continúo ordeñando la misma vaca, no es por una cuestión de pathos, fantasmas, demonios o lo que sea; simplemente, creo que todavía no he escrito todo lo que puedo escribir al respecto. Aún tengo en la cabeza, y en papeles inéditos, muchas ideas de tufo metaliterario (o metalero, como dicen ahora). En todo caso, en La Musa Travestida, me concentro, más bien, en grupos de escritores, en troupés dizque vanguardistas, en pandillas de plumíferos que todavía creen en el mito de la creación colectiva. Es decir, si el Manual examinaba diversos especímenes de plumíferos, uno por uno, La Musa examina bandadas. Si el Manual es la sicología del plumífero, La Musa será la sociología.
¿Cómo ves a la nueva camada de jóvenes narradores peruanos?
Primero, debo decir que conozco a casi todos. Por ejemplo, Luis Hernán Castañeda, Johann Page, Edwin Chávez y yo solíamos reunirnos durante algún tiempo para jugar fulbito. Luego, con el mismo Chávez y Ezio Neyra, nos dedicábamos, hasta no hace mucho, a editar la revista La mujer de mi vida. A Iparraguirre y García Falcón los veo de cuando en cuando, a la muerte de un gato, en presentaciones de libros, por ejemplo. En algunos casos, existe cierta amistad; en otros, cuando menos, existe una “hipocresía civilizada”. Lo que quiero decir es que sería poco elegante calificar los méritos literarios de personas un tanto cercanas. Poco elegante y poco objetivo. Lo único que podría decirte es que, por lo menos, tres libros de los mencionados (y ojo que todos somos debutantes) superan, en prosa, a toda la narrativa de los noventa.
Háblanos de los otros soportes creativos en los que basas tu trabajo literario.
Creo que me intoxiqué de literatura y decidí cambiar de aires. Seguramente, eso tiene mucho que ver con mi etapa de reseñista en Agenciaperú... fíjate que ahora hay que decir “reseñista” y no “crítico”... para algunos, entre reseñistas y críticos existe la misma distancia que separa a los jugadores de fútbol de los jugadores de Winning Eleven... o la misma distancia que hay entre doctores y enfermeras... en fin. El caso es que cuando redactaba reseñas para Agenciaperú, honestamente, me tocó leer muchos adefesios: quizá fue eso lo que me intoxicó. Por eso ahora dedico mucho más tiempo a ver películas. De hecho, en el último año me la he pasado alquilando dividís a razón de cuatro por semana. Y lo que estoy escribiendo ahora, sin duda, se nutre del cine antes que de la propia literatura. Lo cual, en mi caso, no es algo necesariamente nuevo. Cuando estudiaba Comunicaciones, algunos años atrás, llevé dos cursos de Dramaturgia y conversaba permanentemente con cierto director de teatro y también con aprendices de guionistas; quizás ahí comenzó a interesarme la idea de “teatralizar” mi narrativa: incidir en los aspectos visuales, pulir los diálogos, construir el texto como una sucesión de escenas, estructurar el argumento a partir de anagnórisis… ese tipo de cosas. Entonces, también podría decirse que mi reciente cinefilia no es otra cosa que un retorno a mis coqueteos con la dramaturgia. De hecho, algunos cuentos de La Musa Travestida fueron, en un principio, ejercicios para mis clases de Dramaturgia. Pero mejor no hablemos de un libro que aún no se publica: si no se publica, no existe.
Un encuentro fortuito en un bar, en el que se aprovechó para zanjar ciertas rencillas, dio pie para realizar esta entrevista semanas después. Para bien o para mal, Leonardo Aguirre (Lima, 1975) es uno de los jóvenes escritores peruanos más conocidos. Es autor del libro de relatos Manual para cazar plumíferos, columnista del diario La República y está próximo a publicar su segundo libro. Vale anotar que no comparto muchas ideas que este escritor esgrime, pero hay que resaltar su soltura y desenfado al responder las preguntas que a continuación presentamos en su integridad.
Gabriel Ruiz-Ortega
Ha pasado un tiempo prudencial como para que puedas ver a Manuel para cazar plumíferos con objetividad. Como autor, ¿cuál crees que es la cualidad que puedas decir de tu primer libro de cuentos?, ¿tienes alguna autocrítica en torno a él?
¿Cualidades? Creo que a mí no me corresponde precisarlas. No sería muy elegante. Que de eso se encargue la prensa cultural. Más bien: ya se encargó. Y no se cargó mi libro, como podría pensarse debido a mi prontuario crítico-penal. Antes bien, insospechadamente (imaginé que los autores criticados y sus aliados iban a aprovechar la oportunidad para desquitarse), hubo harto champán y sólo probé dos traguitos amargos, dos reseñas amargas. Pero ni tan amargas, porque, en muchos puntos, ambas reseñas resultaron útiles y didácticas. Y, sobre todo, coincidieron con mis intuiciones. Es decir, yo ya intuía por donde cojeaban mis cuentos. Por ejemplo, reconozco que se me pasó la mano con Joyce. Quise exprimir el socorridísimo monólogo interior y preparé un jugo muy espeso, duro de pasar. También abusé de Cabrera Infante. Pueden resultar muy simpáticos mis juegos de palabras, pero el problema surge cuando el lector no entiende el juego y se aburre de verme jugar. O cuando sólo juego para Occidente pullman (por ejemplo: críticos, profesores, jurados) y me olvido de la trinchera. O me divierto con guachitas y bicicletas, pero me pierdo el gol en la boca del arco. Léase: cuando privilegio el lenguaje sobre el plot. Cuando mis cuentos se convierten en fríos y pretenciosos artefactos intelectuales y arruino el feeling de una simple historia bien contada. Cuando me convierto en ese escritor que interpreta Kevin Spacey en “Los Estados Unidos de Leland”: “no necesito pequeñas tragedias familiares, puedo escribir doce novelas sobre la luz y la sombra del bar”. Por otro lado, los títulos no son los mejores. A pesar de haber trabajado mucho tiempo en periodismo, nunca aprendí a golpear desde el saque. Tendré que pedirle consejo a Galarza, que sí es bueno para eso. Para los títulos, digo. Finalmente, la foto de la solapa es injusta. Es que no la elegí yo. Se tomaron hasta cuatro rollos, pero los editores optaron por esa estampa de caricatura, donde la nariz se me ve más grande y los lentes más gruesos.
Digamos que se tiene una imagen no muy frívola de la figura del escritor como tal, y con mayor razón, en un país como el nuestro. Sin embargo, uno de los aspectos saltantes en tu libro es que muestras al escritor como tal en su versión más mundana, “criolla”, como interesado más en figurar que en preocuparse en una obra literaria solvente. Y algunos personajes reflejan cierta fusión entre lo snob y lo vital. ¿Cuánto de ti hay en estos cuentos?, ¿cuál es tu paradigma en relación a la figura del escritor?
En el fondo, me interesa cuestionar los estereotipos románticos del escritor. Me interesa bajarlo del pedestal. Me interesa mostrar a un escritor carnal, pragmático, contradictorio, falible, a veces ridículo y a veces hambriento de reconocimiento (todos, en el fondo, y desde que nacemos, buscamos reconocimiento). El escritor come, cacha y caga como cualquier mortal. (Y se muere por ver su nombre en letras de molde.) Tiene que ganarse los frejoles, tiene que pagar las cuentas a fin de mes. Y, claro, ése soy yo. Luego, no tengo ningún paradigma, como dices, de la figura del escritor. Todo lo que te dije antes no constituye un paradigma; es sólo la constatación de una realidad. Más bien, no admiro a los escritores; admiro sus libros. No quiero ser como fulano o mengano, pero sí quiero escribir como fulano o mengano.
Claro, en Doctor Lüber, por ejemplo, se proyecta una conducta del protagonista pautada por cierta conciencia moral. Pero casi todos tus personajes exhiben con orgullo su desenfado, haciendo patente un cinismo.
El protagonista de Doctor Lüber, como cualquier hijo de vecino, titubea frente a la posibilidad de acostarse con una púber. Fantasea con eso, como tú y como yo (no hay que negarlo: las colegialas y los tríos son las fantasías masculinas más frecuentes), pero cuando tiene el arco a su merced, digamos, arruga y opta por dar el pase. Se la pasa de taquito a su fotógrafo. Sin embargo, la verdad, no sé si se trata exactamente de un dilema moral. Otra interpretación sugeriría que F., más bien, pone en la balanza el negocio redondo de las fotonovelas porno y el sorpresivo, tardío, éxito literario de ese librito erótico que publicó en su adolescencia. Tiene dos opciones igual de prometedoras, pero escoge la segunda. En todo caso, antes que el dinero, prefiere el prestigio (no la trascendencia; más bien: su nombre en letras de molde o su foto en la solapa). F. es muy pragmático y, antes de tomar una decisión, sopesa costos y beneficios.
Apuestas por un humor que llega a alcanzar buenos resultados en tus cuentos más experimentales. Quizá el que más se ajuste a esta intención sea Crucidrama. Sin embargo, el apostar por estirar los límites de la palabra en cuánto puede afectar la historia que estás escribiendo. ¿Cuáles son los riesgos que corres y qué tan bien sales de ellos?
Con respecto al caso que mencionas, creo que el título ya es una advertencia: sienta las bases de una suerte de pacto con el lector. Es un cuento para resolver: el lector debe decodificar la historia. Sin duda, en este caso específico (y también en Con Paola no puedo), le pido al lector que se esfuerce un poco más de lo habitual para seguir la historia y no ahogarse en el océano de frases, o en la sopa de letras. Le pido al lector que chambee, que no se la lleve fácil. Sin embargo, como acabas de decir, Crucidrama también luce, digamos, un barniz humorístico: es decir, por un lado, le pido al lector que chambee, y por el otro, uso el humor para hacerle placentera esa misma chamba. Lógicamente, también corro el riesgo de que me toque un lector flojo que no desee decodificar nada. O que no tenga el mismo sentido del humor. En ese caso, si tira la toalla en la primera línea de Crucidrama, o si no puede con Paola, a dicho lector le aconsejaría ignorar las páginas respectivas y pasar al siguiente cuento.
Algo parecido sucede también en Sandrita, Pattie Boyd y Michelle ma Belle. Lo que me atrae son los tres registros formales de los que te vales. Y a diferencia, en especial, de Crucidrama, este es un cuento que se disfruta.
Claro, supongo que ese cuento es mucho más amable con el lector. Amable y arrechante. Tan arrechante como Doctor Lüber, pero, formalmente, menos conservador. Sobre todo, me interesaba marcar la diferencia entre lo que se dice “al aire” y lo que se dice “por interno” en un programa de radio. Que, en el fondo, no es más que una representación de lo poco que se dice y lo mucho que no se dice, pero se insinúa, en toda seducción. Finalmente, ese cuento es la historia de una seducción. Aunque después, claro, los que se alucinaban muy diestros cazadores (ambos, él y ella) terminan descubriendo que no habían hecho más que obedecer un libreto.
Cambiemos de tema. Hablemos de cosas un tanto chocantes. ¿Eres el administrador de los blogs basura? Por favor, sé directo y fundamenta lo que dices. Mucha gente cree que eres tú la persona que está detrás de toda esa maquinaria, realmente, asquerosa. Obviamente, dirás que no, pero dinos por qué dejar de creer que eres tú el primer sospechoso.
Primero debo preguntarte: ¿por qué soy yo el primer sospechoso? O, mejor dicho: ¿quién dice que lo soy?
Tranquilo, Leonardo. Toma tu cafecito. Simplemente te comento de lo que mucha gente está convencida. Te hice una sencilla pregunta y me respondes preguntando. Estamos en una entrevista, no en un exorcismo.
¿O sea que soy un demonio?… Noto que me has hecho dos preguntas en una. La primera sí es, como dices, una pregunta sencilla. Y la respuesta es no. Punto. (Además, ya respondiste por mí.) La segunda no es tan sencilla. Porque, en realidad, ya presumes que soy culpable… creo que estoy en mi derecho de cuestionar, por lo menos, la formulación de esa pregunta. Sin embargo, para no ser aguafiestas (tienes razón: se trata de una fruslería), te respondo de todos modos. Muy simple: yo firmo todo lo que publico. Nunca me escondo, siempre doy la cara (incluso para los golpes). No tanto por valentía sino por vanidad. Además, fíjate que mis propios enemigos de la blogósfera literaria, cada vez que los provoco, insisten en que soy pedante y megalómano. Así que yo les preguntaría a los defensores de la malévola conjetura (es decir, los enemigos de siempre): ¿cómo pensar que el megalómano de Leonardo Aguirre va a perder la oportunidad de publicitar su nombre en esos blogs tan visitados? Por otro lado, en términos de lectoría, mi blog ya era mucho más exitoso que aquellos que tú basureas. Es decir, si quiero alborotar otra vez el gallinero (la blogósfera sólo sirve para cacarear, no para escribir), resucito mi blog y punto; no necesito inventarme un blog anónimo… Ah, por cierto, el café ya está frío: un café frío es un cebiche sin ají.
Administraste el blog Rata de laboratorio, aunque pocos lo conocían con ese nombre. ¿Algún mea culpa luego de dicha experiencia?
Te equivocas. Mi blog no tenía ese nombre, ni para pocos ni para muchos. Se llamaba, simplemente, Leonardo Aguirre.
Bueno, es un error mío entonces. Cada vez que digitaba en Google Rata de laboratorio blog aparecía tu blog. Simple coincidencia. Sigamos.
Se trata, más bien, de una cuestión técnica: ése es el nombre de un archivo jpg, y aparece cada vez que posas la flecha sobre la imagen de la rata. En fin. El caso es que la experiencia fue muy divertida mientras duró. Desgraciadamente, no todos tienen el mismo sentido del humor, ni la misma correa. ¿Mea culpa? Más bien, me meo en la culpa. Porque la culpa no era mía sino de los chistosos que dejaban sus comentarios. En todo caso, cuando la situación se puso inmanejable, cosa que coincidió con mi hartazgo, hice lo único que quedaba por hacer: abandonar el blog. Algo parecido sucedió con mi etapa de reseñista o comentarista o crítico o como quieras llamarlo (o redactor de estafetas, como dijo el picón de Cachay): cuando los supuestamente ofendidos comenzaron a inundar el correo de Agenciaperú de vilipendios, cuando pasaron del vilipendio al golpe, cuando moquearon en televisión, entonces di por terminada la aventura y dejé de reseñar. En ambos casos, lo hice no por un sentimiento de culpa sino, como dicen los evangélicos, por amor a los débiles. Es decir, por los susceptibles; es decir, por los niños que se meten en cosas de hombres; es decir, por los que publican pero no quieren que nadie diga una sola palabra en público para cuestionar su enorme talento. ¿Quieres un mea culpa? Te ofrezco gestos: dejé la crítica y abandoné el blog. Suficiente.
No vas a negar que al momento de administrar un blog eres responsable de lo que se publica en los comentarios.
Pero no soy responsable de la hipersensibilidad de los demás. No sé si lo recuerdas, pero en mi propio blog, en aras de la equidad, permití que también se metieran conmigo. Dejé que me calificaran de mil maneras. Y dejé que me inventaran las anécdotas más truculentas. ¿Acaso voy a hacer un escándalo por eso? Por favor, no me voy a amargar la vida por las flatulencias de unos cuantos inéditos resentidos que ni siquiera tienen los cojones para poner su nombre. Por último, lo dicho: mi blog ya está muerto. Así que dejen de acusarme por un caso archivado.
Digamos que tu experiencia como crítico literario en Agenciaperú sirvió para hacerte conocido. Y salvando las evidentes distancias literarias, entraste a la leyenda de la chismografía a raíz de la agresión que sufriste por parte de Sergio Galarza, escritor a quien no le gustó tu reseña en torno a su libro La soledad de los aviones. A veces tengo la impresión de que fue un hecho arreglado en pos de la publicidad, y publicidad hubo, casi todo el mundillo literario en Lima habló de ello. ¿Qué es lo que realmente pasó?
En primer lugar, no es cierto, como especulan los chistosos de la blogósfera literaria (ésos que ven conspiraciones y amarres por todos lados), que Galarza y yo hayamos arreglado el asunto para vender nuestros respectivos libros que, por pura coincidencia, aparecieron en la misma época.
Aguanta. No sólo son los chistosos de la blogósfera literaria quienes lo creen.
Bueno, no importa quiénes: no tienen nombre, no existen. El punto es que, si alguien montó el circo, ése no fui yo. Ahora bien, es cierto que hubo algunos indicios que me hicieron conjeturar, en su momento, cierta premeditación de parte de los organizadores del debate. Por ejemplo: en principio, los ponentes debíamos ser cuatro, pero, a la hora de los loros, sólo aparecimos dos, y el moderador me informó que los ausentes se habían negado, por diversas razones, ese mismo día. No obstante, ya estaban impresos, y ya circulaban, los volantes y afiches que consignaban sólo dos nombres y no cuatro. Además, el título de la charla, según el mail que me enviaron los organizadores, era, simplemente: “críticos y escritores”; pero luego, el mismo día, los volantes y los afiches rezaban “El escritor versus el crítico; Sergio Galarza versus Leonardo Aguirre”. Por otro lado, los organizadores dijeron haber invitado también a Javier Ágreda, el crítico del diario La República, y al escritor Carlos Gallardo; pero Ágreda me contó luego que nunca se enteró del asunto, y encontré a Gallardo, minutos después, en la cafetería de Letras de la universidad, es decir, a una cuadra del salón donde tuvo lugar el famoso debate. Pero repito: no son más que indicios. Como quiera que sea, apenas al día siguiente, Galarza se disculpó personalmente conmigo. Y ése, por lo menos para mí, fue el punto final. Lo demás sólo es parte de la anécdota, de la leyenda urbana.
Mejor volvamos a Manual... Mi vida en Beatles es un cuento que, en lo personal, me gustó mucho. Es una conmovedora reconciliación con la vida. Y digamos que junto a Café Miltón y cordero con Saki son la base en la que se apoya este primer libro.
Claro, tanto Café Milton como Mi vida en Beatles aluden, de manera literaria y chismográfica, al resto de cuentos del Manual. Digamos que son las tapas del sánguche. Ahora bien, Café Milton es totalmente ficcional, mientras que Mi Vida en Beatles pretende ser un fragmento autobiográfico. Y digo “pretende” porque también hay algo de ficción, pero en este caso la reduzco a un diez por ciento, por decirlo de algún modo. Luego, sí, tienes razón: la palabra “reconciliación” me parece exacta. Sobre todo, es una reconciliación con mi pasado evangélico, del que solía renegar hasta no hace mucho (casi del mismo modo en que mis viejos se reconciliaron con los Beatles, luego de romper sus discos por consejo de ciertos pastores pentecostales). El caso es que entendí, y este cuento representa este entendimiento, que incluso esa parte de mi pasado puede alimentar una reflexión literaria. Entendí que todo sirve. Entendí que todo suma (como dicen los futbolistas). Y que, finalmente, la persona que soy ahora también depende de las tantas horas calentando la banca de una iglesia, de tantos textos de doctrina, de tantas experiencias sobrenaturales, etc. En cambio, si mal no recuerdo, tú procesaste ese pasado de manera inversa. Me refiero a tu novela La cacería… Es curioso: los dos estudiamos en el mismo colegio, pero los dos tenemos puntos de vista diferentes sobre el asunto evangélico… en fin. Por otro lado, creo que Mi vida en Beatles también soporta otras lecturas. Puede ser, incluso, una cínica carta de amor para mi enamorada, en donde rememoro aventuras con otras ocho mujeres. Y puede ser, de algún modo, una celebración de la amistad: por un lado, la amistad inconmovible de los Fab Four, de mis Fab Four, de los viejos compinches del cole, y por el otro, la amistad de los compañeros del taller de narrativa que escribieron Papel Carbón… Para no mencionar, como te dije al principio, que Mi vida en Beatles, además, intenta ser una radiografía (un poquito mentirosa) del proceso de creación de los cuentos anteriores. Pero, claro, tampoco quiero hacer trampa: no debo inducir al lector a leer ese cuento de tal o cual manera…
Bueno, se sabe que se publicará otro libro de cuentos tuyo, La musa travestida. ¿Tiene nexos con Manual... o es un conjunto de tópicos distintos?
En realidad, es más de lo mismo. Más y mejor, claro está. Porque, según creo, ese libro, que ya está listo, se notará mucho más sólido, más afiatado, más trabajado que el primero. De hecho, fue escrito antes que el primero: es decir, dispuse de más tiempo para la corrección. Luego, por si acaso, si continúo ordeñando la misma vaca, no es por una cuestión de pathos, fantasmas, demonios o lo que sea; simplemente, creo que todavía no he escrito todo lo que puedo escribir al respecto. Aún tengo en la cabeza, y en papeles inéditos, muchas ideas de tufo metaliterario (o metalero, como dicen ahora). En todo caso, en La Musa Travestida, me concentro, más bien, en grupos de escritores, en troupés dizque vanguardistas, en pandillas de plumíferos que todavía creen en el mito de la creación colectiva. Es decir, si el Manual examinaba diversos especímenes de plumíferos, uno por uno, La Musa examina bandadas. Si el Manual es la sicología del plumífero, La Musa será la sociología.
¿Cómo ves a la nueva camada de jóvenes narradores peruanos?
Primero, debo decir que conozco a casi todos. Por ejemplo, Luis Hernán Castañeda, Johann Page, Edwin Chávez y yo solíamos reunirnos durante algún tiempo para jugar fulbito. Luego, con el mismo Chávez y Ezio Neyra, nos dedicábamos, hasta no hace mucho, a editar la revista La mujer de mi vida. A Iparraguirre y García Falcón los veo de cuando en cuando, a la muerte de un gato, en presentaciones de libros, por ejemplo. En algunos casos, existe cierta amistad; en otros, cuando menos, existe una “hipocresía civilizada”. Lo que quiero decir es que sería poco elegante calificar los méritos literarios de personas un tanto cercanas. Poco elegante y poco objetivo. Lo único que podría decirte es que, por lo menos, tres libros de los mencionados (y ojo que todos somos debutantes) superan, en prosa, a toda la narrativa de los noventa.
Háblanos de los otros soportes creativos en los que basas tu trabajo literario.
Creo que me intoxiqué de literatura y decidí cambiar de aires. Seguramente, eso tiene mucho que ver con mi etapa de reseñista en Agenciaperú... fíjate que ahora hay que decir “reseñista” y no “crítico”... para algunos, entre reseñistas y críticos existe la misma distancia que separa a los jugadores de fútbol de los jugadores de Winning Eleven... o la misma distancia que hay entre doctores y enfermeras... en fin. El caso es que cuando redactaba reseñas para Agenciaperú, honestamente, me tocó leer muchos adefesios: quizá fue eso lo que me intoxicó. Por eso ahora dedico mucho más tiempo a ver películas. De hecho, en el último año me la he pasado alquilando dividís a razón de cuatro por semana. Y lo que estoy escribiendo ahora, sin duda, se nutre del cine antes que de la propia literatura. Lo cual, en mi caso, no es algo necesariamente nuevo. Cuando estudiaba Comunicaciones, algunos años atrás, llevé dos cursos de Dramaturgia y conversaba permanentemente con cierto director de teatro y también con aprendices de guionistas; quizás ahí comenzó a interesarme la idea de “teatralizar” mi narrativa: incidir en los aspectos visuales, pulir los diálogos, construir el texto como una sucesión de escenas, estructurar el argumento a partir de anagnórisis… ese tipo de cosas. Entonces, también podría decirse que mi reciente cinefilia no es otra cosa que un retorno a mis coqueteos con la dramaturgia. De hecho, algunos cuentos de La Musa Travestida fueron, en un principio, ejercicios para mis clases de Dramaturgia. Pero mejor no hablemos de un libro que aún no se publica: si no se publica, no existe.
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