Monday, December 17, 2007

Diez años de "Pastoral Americana", de Philip Roth

Este 2007 que se nos va ha sido un año fecundo. Hemos tenido como fiesta letrada por excelencia la conmemoración de los cuarenta años de la publicación de “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez. Sin embargo, como que a no pocos se les ha pasado la celebración, o, por lo menos el recordatorio, de la mejor novela de quien para muchos, y para mí, es el mejor novelista en el mundo hoy por hoy, el norteamericano Philip Roth (New Jersey, 1933).

- Oye, Gabriel, ¿por qué no reseñas un libro de estos años? – Me preguntará un fiel lector o lectora del diario.
Digamos que la pregunta tiene mucho asidero. Parte de la regularidad de las reseñas que presento tratan de abordar libros que por esas injusticias de la vida pasan desapercibidos en los diarios gracias a ese morbo llamado “la inmediatez”. Más que nada, mis reseñas, en su gran mayoría, están abocadas a libros de otras lenguas, parajes y tradiciones. Sólo tengo un requisito: que el libro sea bueno y que me guste, lo cual no es lo mismo a que no me guste y el libro sea bueno. Desplegar objetividad se ha vuelto una costumbre más que edificante.
Me encontraba resaltando los apuntes de “Cartas del norte”, de Luis García; y “Noches de cocaína”, de J. G. Ballard; cuando me di con la sorpresa de que un lomo grueso me miraba y miraba. Esto suele pasarme con los libros, pero este lomo tenía una peculiaridad: estaba casi tapado por otros libros, de lomos igual de gruesos, pero que a la vez tenían a Philip Roth como autor. Me acerqué al lomo en cuestión, lo revisé, las hojas exhibían más de un trazo o nota a pie de página que reflejaba mi capricho. Decidí leer las diez primeras páginas, pero no pude resistir la tentación de quedarme horas y horas, seguidas, sin levantar la cabeza, sólo con intervalos para tomar agua o prender un Marlboro, hasta llegar a la última página de esta novelaza llamada “Pastoral Americana”.
“Pastoral Americana” está compuesta por tres grandes capítulos: “Paraíso recordado”, “La caída” y “Paraíso perdido”, los cuales son cruzados por nueve extensos capítulos que en lugar de cerrar los tres capítulos permiten la sucesión de hechos en torno al protagonista Seymour Levov, “El sueco, abordado por el personaje fetiche de Roth, el escritor Nathan Zuckerman, presente también en las novelas “La mancha humana” y “Me casé con un comunista”, las cuales forman una trilogía en la que se disecciona a la clase media norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Obviamente, si alguien pretende escribir novelas, pues la lectura de esta trilogía es de por sí inevitable, puesto que ésta ofrece una tradición personal que engloba distintas tradiciones, una ruptura temática y estructural que no descansa en la nada, sino que se nutre a partir de la asimilación de la novela decimonónica, la cual es, a todas luces, el siglo de la novela por excelencia.
Roth en “Pastoral Americana” nos pinta al anciano Seymour Levov, este hombre lo tiene todo: de joven fue admirado, sigue siendo envidiado por sus enemigos, le fue muy bien en el negoció que heredó, se casó con la mujer de sus sueños, etc. Sin embargo, Zuckerman, apelando a su mirada inquisitiva, descubre que este “hombre modelo” esconde un trauma emocional: su hija Meredith es una terrorista buscada por la policía.
Es a través de este trauma que Roth disecciona lo que la sociedad norteamericana siempre se empeña por esconder, y en la que paradójicamente no duda en mostrar de forma “involuntaria”: la doble moral, la cual está muy bien detallada en el capítulo “La caída”, el cual es el más largo, por momentos asfixiante por el derroche de Roth por las descripciones detalladísimas, comprendido por los capítulos del 4 al 6.
Últimamente se están reeditando todas las novelas de Philip Roth, la tarea la ha emprendido Seix Barral. Roth es un autor de un nivel parejísimo y, pese a su estado de salud y avanzada edad, continúa entregando libros no menos que deliciosos. Sin embargo, no se puede tener una idea clara de su narrativa si se pasa por alto a “Pastoral Americana”. Como se sabe, hay escritores de obra constante y sólida, pero estos tienen obras mayores, la que condensa mejor su propuesta narrativa. Así como García Márquez tiene su “Cien años de soledad, Vargas Llosa su “La guerra del fin del mundo”, Cormac McCarthy su “Meridiano de sangre”, Thomas Pynchon su “Arco iris de la gravedad”, pues Roth tiene su “Pastoral Americana”.
Todo indica que “Pastoral Americana” llegará a las salas de cine en 2009. La tarea la emprenderá el cineasta australiano Phillip Noyce, con relativa experiencia en adaptar novelas al cine. Esperemos, o mejor dicho, rogamos, que Noyce esté a la altura de tamaña empresa.
Estuve a punto de no escribir este artículo. Al parecer los responsables de la edición de “Pastoral Americana” que tengo, Punto de Lectura, se “emocionaron” de tal manera que consigan el año de publicación el de 1968. No pues, se publicó en 1997 y tuvo su primera traducción al castellano en 1999.
Este artículo fue publicado el 17 de diciembre en Siglo XXI

Tuesday, December 11, 2007

"Algo que nunca serás", de Guillermo Niño de Guzmán

Si tengo que rendir cuentas con mi condición de reseñista que sólo escribe de libros que le gustan, pues se lo debo íntegramente al escritor peruano Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955). A Niño de Guzmán lo leo desde siempre, y es por medio de lo que él escribe sobre literatura que aprendí lo que es el rigor generoso.

Basta citar los libros “Caballos de medianoche” y “Una mujer no hace un verano” para darnos cuenta de que su género natural es el cuento. A la fecha, estos títulos son de una referencia obligada para todo aquel que desee saber cómo va este género en Latinoamérica. Niño de Guzmán tiene la sana costumbre de sólo presentar a la imprenta libros cuajados, por ello, no es nada raro que los títulos mencionados hayan sido publicados en las décadas del ochenta y noventa, del siglo pasado, respectivamente. No exagero si cuento que conozco a más de uno que se siente sumamente agradecido con “Caballos de medianoche”, el cual es, hoy por hoy, un clásico de las letras peruanas.

Hace unos días salió a la venta su tercer libro de relatos, “Algo que nunca serás”, lo que significa todo un acontecimiento signado por una actitud que veo pocas veces: la solidez del libro, muy lejos de la inmediatez en la que parecen estar imbuidos muchos narradores con tal de estar presentes en la boca de todos, muchas veces ofreciendo libros patentados por la falsedad.

Con este tercer libro de relatos, el autor comprueba el por qué el cuento debe tomarse su tiempo para cuajar, como el buen vino que adquiere calidad bajo la supervisión del tiempo. Los nueve cuentos de “Algo que nunca serás” se dejan leer de manera lineal y clara, pero a diferencia de sus dos libros anteriores, estos tienen la característica de la búsqueda de nuevos tópicos relacionados a la categoría de lo fantástico, pero que parten de la ambigüedad sensorial caracterizada por las alucinaciones y el desequilibrio. Por ello, es posible toparnos con relatos como “La cometa”, “Historia del Zoo”, “Montblanc” y “El desierto celeste”, donde lo que “no es” termina siendo cierto, en clara sintonía con el pulso de desazón de sus personajes, la mayoría de ellos arropados de una fortísima impotencia existencial de la que parecen no poder salir. Como también abordar la realidad cotidiana con finales inesperados, como sucede con “Sombras nada más”, “Café y cigarrillos” y “Desnudos”; y claro, lo autobiográfico en “Viejo ángel de la medianoche”, y una veta temática poco explorada sobre el autor de “El Aleph” en “La vida sexual de Borges”.

Pueda que suene un tanto contradictorio, o sea, celebro a más no poder la publicación de este libro que reafirma mi fanatismo por este autor, pero tampoco puedo pasar por alto que después de más de diez años sin publicar, hubiera sido perfecto que el presente volumen tenga tres o cuatro cuentos más.De los títulos de “Algo que nunca serás”, pues difícilmente abandonarán mi memoria “La vida sexual de Borges”, “Historia del Zoo”, “Sombras nada más”, “Desnudos” y “Viejo ángel de la medianoche” (el mejor de todo el libro, en éste vemos un genuino viaje a los infiernos del autor cuando visitó San Francisco y conoció a los poetas Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti, insignes representantes de la famosa Beat Generation).

Dicen los entendidos en cuento, que dicho sea, es el género más difícil de amalgamar, que un libro de relatos se justifica cuando tiene uno o dos de buena factura. Pues bien, el presente libro tiene más de … En líneas generales, tremendo librazo. Certero y contundente.

Guillermo Niño de Guzmán es responsable también de un par de libros que me han servido de joven como bitácoras de lecturas: “En búsqueda del placer” y “Relámpagos sobre el agua”, en estos es patente la pasión del autor por los autores que lo han marcado. Pasión que sólo debe tenerse con los libros que valen la pena, puesto que ésa es la mejor manera de afianzar un compromiso sólido con la literatura.

Editorial: Planeta.

Nota: Esta reseña salió publicada el 11 de diciembre en Siglo XXI.

Monday, December 03, 2007

"Ella y La orgía perpetua", de Ana Muñoz de la Torre

Como se podrá colegir, en la literatura no hay parcela que brinde mayor libertad que el formato de la novela. En ella podemos amalgamar lo que parece estar perdido, ya sea a razón de un carente hilo argumental, como casi siempre sucede en quienes se atreven a escribir en este género. Es por eso que resulta tan apasionante como sumamente arduo.

En la novela “Ella y La orgía perpetua”, Ana Muñoz de la Torre nos presenta a “Ella”, personaje que nominalmente nos remite a un constructo singular pero que al mismo tiempo tiene la riqueza de que a través de su nominación pueda representar a “todas” por igual, porque “Ella” es tierna, vesánica, sensual, traviesa, alegre, triste, enamoradiza, etc., o sea, engloba lo que es imposible asir en una sola voz, sumado a que cada situación que nos cuenta o, mejor dicho, susurra, lo hace a través de perfiles o “viñetas” que encierran una situación en particular, con finales abiertos o cerrados, en un regodeo existencial por el detalle.

¿Y “La orgía perpetua”? Pues “La orgía perpetua” es la vida misma, aquella que nos presenta innumerables sucesos que pierden esencia y sabor si uno se atreve a darle una lógica, una razón de ser que justifique su curso. “La orgía perpetua” es el crisol del que “Ella” se nutre, haciendo suyo lo que su impulso sensorial le presenta. Por eso, esta novela tiene un factor que muy pocas veces se ve: la fuerza de la atmósfera acicateada por el azar, lo que en líneas generales es una crónica de encuentros y desencuentros, signados por la mirada inquisitiva y lúdica de su voluble protagonista.

Una novela, digámoslo de alguna manera, posmoderna. Posmoderna en el sentido del quiebre que ofrece con la tradición de la novela, en la que no hay una gran historia, pero sí pequeños sucesos que adquieren solidez en conjunto, como una muestra orgánica de lo que parece ser un relevo natural de este género que no pocas veces se ha visto salpicado de lugares comunes e historias ya contadas de la misma manera.

Novela curiosa, y como toda novela, pues ésta no está libre de falencias, las cuales tienen que ver mucho con lo escrito líneas arriba: la ausencia de un gran argumento, aún así suene contradictorio, puesto que el aliento de esta entrega nos deja con la inquietud de que sí valía la pena una base argumental en el que “Ella” se desplazara. Todas las novelas tienen dos clases de caídas: por defecto o ambición. Y si no fuera por su grado de ambición (tengamos en cuenta que una de las maneras de hacerla fácil en novelas episódicas y “atmosféricas” como ésta es precisamente su corto alcance), “Ella” terminaría quedando en el olvido.

Por otro lado, con esta entrega Muñoz de la Torre está a punto de consolidar lo que pocos logran con un primer libro: una voz narrativa propia, la misma que descansa en la sugerencia.

Como se sabe, “Ella y La orgía perpetua” nació del blog del mismo nombre. Y ésa es la única ligadura que tiene con su génesis virtual. Seguramente más de uno pensará que nos encontramos ante una desorbitada novela de calientes encuentros lúbricos. Pues no. Ésta se ubica muy lejos de ello, aunque valgan verdades, el título termina despertando curiosidad por el contenido de sus páginas, lo cual no nos llevará a un recuento personal de aventuras sexuales explícitas, pero lo que queda clarísimo es que nos sumerge en literatura de muy buena calidad.

Indudablemente, Muñoz de la Torre es una autora a la que desde ya se tendrá que seguir la ruta.

Editorial: Gens Ediciones.
Nota: Esta reseña fue publicada el 3 de diciembre de 2007 en Siglo XXI

Saturday, December 01, 2007

El primer número de "American Splendor" (sobre Robert Crumb y Harvey Pekar)

No confío en los biopics que se realizan de los artistas. Es decir, hay mucho espíritu edulcorado que no pocas veces termina bastardeando la real magnitud tanto creativa como personal del personaje biografiado. Ejemplos hay hasta para dejar de contar. Siempre es lo mismo, no dicen nada nuevo, como si el temor de retratar lo que verdaderamente son, o fueron, en vida, sea un lastre que finalmente pueda transformar la veneración en un palpable “ajuste” de cuentas. No es la primera que vez que esto ocurre, lamentablemente el miedo a diseccionar al artista admirado termina jugando un papel no deseado.

Cuando se trata de hablar del gran aporte de Robert Crumb y Harvey Pekar al imaginario del cómic, tendríamos que remontarnos a la primera fuente, a la que está más a la mano: la película “American Splendor”, de Robert Pulcini y Shari Springer Berman. La película trata, principalmente, de los inicios del aún vivo Harvey Pekar (Cleveland, 1939). En ella hay una escena que vale mucho más que muchas biografías de lugares comunes. En la mentada escena tenemos el encuentro entre unos bisoños Harvey Pekar y Robert Crumb (Filadelfia, 1943) en una venta de garaje, donde ambos muestran interés por un disco de blues y jazz de Jay McShann. Esta, aparente, inane unión de gustos deviene en lo que sería una de las amistades más férreas de las que se tengan noticia. Anoto lo de la amistad ya que, por lo general, el mundo interior del artista es muy complejo, y en parte esta complejidad yace en un egoísmo a ultranza. Los tambores de la inconformidad estaban en sus redobles álgidos ya que desde 1962 era posible “palpar” lo que años después llegaría a ser una de las manifestaciones tangibles de la guerra fría: la guerra de Vietnan.

En la película la amistad de los entonces aún no reconocidos Pekar y Crumb está retratada tal y como es: la impotencia de Pekar por ilustrar sus historias mínimas y la falta de historias que ilustren las inquietudes de Crumb. Ambos pasan interminables tardes leyendo y dibujando, y claro, escuchando música. La vida le depara a Crumb la posibilidad de ir a San Francisco para que éste beba de la efervescencia cultural que se daba en un ambiente en el que se descubría y gozaba de las bondades de los alucinógenos y se vivía al límite las protestas antibelicistas. No pasa mucho tiempo para que Crumb empiece a gozar del prestigio como dibujante e historietista, pero hasta esa época sus viñetas se defendía solas por el alto concepto que ellos encerraban. Como se sabe, Crumb es un referente ineludible de la deformación y la corrosión en el dibujo, rama figurativa en la que él entregó un verdadero clásico del cómic subte como, por ejemplo, las aventuras del gato Fritz.

Es quizá lo hecho por Crumb y Pekar con el primer número de “American Splendor” lo que termina cimentando un diálogo enriquecedor entre la narración y el dibujo. Lo hecho por ambos rompió con los prejuicios, que también se dan en el mundo del arte, que malsanamente estipulan de que el cómic es, ante todo, un arte menor que yace exclusivamente en la potencia de las viñetas, relegando la posibilidad expresiva de la palabra a un lugar muy subalterno. Pekar escribía las historias y Crumb les daba vida a través de unos dibujos provocadores, dibujos estos que al día de hoy superan lo hecho por él en el curso de los años. Si Crumb goza del merecido prestigio que tiene, se debe a sus ilustraciones de su etapa como artista independiente, pero muchos amantes del cómic desconocen ese alto grado de expresividad de Crumb al ilustrar ese ya clásico y mítico primer número de “American Splendor”, y se hace necesario no descuidar ese legado porque, sin exagerar, se trata a todas luces del mejor Crumb.

“Amercan Splendor” vino a refrescar el ambiente contracultural de los 60 puesto que aquellos años, si bien es cierto que fueron muy estimulantes para las artes, también se caracterizaron por presentar cualquier bodrio como algo original que iba contra el sistema imperante. Todo indica que ésa era la consigna. Lo de esta primera publicación fue una manifestación casi profética de lo que ocurriría después, pero lo sustancial, y lo que a la vez no se quiere reconocer, es que la ácida crítica de las historias de “American Splendor” partían de una sencillez irreprochable: de la historia como texto y del dibujo como medio. Pekar y Crumb no fueron presas de una alocada algarabía contestataria, ya que detrás de esas historias había un cuestionamiento existencial y social que partía de la soledad e incomprensión del individuo mismo y del individuo con su entorno. Ergo, Pekar y Crumb exhibieron una propuesta, detalle del que carecieron muchos entusiastas de las revueltas y disidencias a lo largo de los 60 y 70.

Pekar, al igual que los mejores novelistas, procesaba todo lo que le rodeaba, nadie se salvaba de su mirada aguda, ni amigos ni enemigos. Lo suyo era colar los grandes dramas humanos haciendo uso de frases cortas y secas que descansaban en el detalle como punto de inflexión, bastaba una mirada, una palabra, un gesto por lo demás inanes para ofrecernos la cuota de talento de quien sea no sólo es un gran historietista, sino también uno de los más grandes fabuladores de la segunda mitad del siglo XX.

Ambos artistas gozan de reconocimiento, indudablemente que la figura de Crumb puede ser mucho más conocida, pero aún así, lo que pareció ser un experimento de juventud con “American Splendor” ha terminado siendo el mejor trabajo de este par de aún irreverentes creadores, a los que tiene que conocerse a través de su trabajo, y si es bajo la protección de las páginas del primer número de “America Splendor”, tanto mejor.
Nota: Este artículo apareció en la edición de diciembre de Literaturas.com

"Besos de fogueo", de Montero Glez

Referirnos a Montero Glez (Madrid, 1965) está demás. A estas alturas corremos el riesgo de ser circulares hasta con una breve introducción puesto que quién no ha disfrutado con la fuerza en vértigo de Sed de champán, Cuando la noche obliga y Manteca Colorá, novelas que han conseguido la no muy común alternancia del reconocimiento de la crítica con la fidelidad del público lector.

Con Besos de fogueo (El Cobre, 2007) tenemos ante todo el backstage de lo que hemos leído en sus celebradas novelas, es fácil poder rastrear los impulsos que este autor ha sabido desplegar en el formato más libre de los géneros literarios, teniendo a su estilo, que en no pocas ocasiones el autor ha calificado como “Folclore cósmico”, como el verdadero protagonista que se lleva de encuentro a la historia como asunto, el cual adquiere vida en cada línea de estas 95 páginas contundentes. Y no es exageración lo que diré, a riesgo de pecar de avezado: pues no dudo en calificar a Glez como el mejor narrador de estilo hoy por hoy en lengua castellana. Estilo que no descansa en la nada, en el nacimiento espontáneo, sino que éste se nutre de lo mejor de la tradición de nuestra lengua, de los años maravillosos en la que ésta adquirió fuerza y esplendor: El Siglo de Oro.

Cosa curiosa: no recuerdo haber leído prólogo alguno que tenga todos los visos de relato, donde la pulsión narrativa guarde ritmo y sano atropello en la frialdad de un texto introductorio. En claro testimonio de que en Glez sí es posible notar lo que muchos demoran años, hasta toda una vida, en consolidar: el proyecto de escritura y la voz propia en la que descansa. Glez nos susurra en su prólogo las idas y vueltas de estos cuentos, de lo que puso ser, de lo que es y de lo próximamente será ante la inminente salida de su novela “Pólvora negra”, ambientada y sazonada en los apasionantes años de La Restauración.

Como sabemos, no hay tema prohibido para la literatura, todo es literatura si se sabe bien cómo contar, y la única manera de hacerlo, en especial con estos cuentos ambientados en los arrabales de la vida y la sociedad (no por ello menos estimulantes), es a través de la verosimilitud, la cual, no sé por qué, viene siendo muy denostada en pos de las libertades de la imaginación, que hay que aprovecharlas, obvio, pero que ante todo deben reflejar trabajo con la palabra y el contexto que sí demanda tiempo en quien se atreve a retratarlas. Este detalle es capital para entender lo que “Besos de fogueo” encierra ya que si bien es cierto que el conjunto es fuerte, paradójicamente no es lo mejor que Glez ha escrito, y me pregunto, a lo mejor con mala intención, ¿quién puede darse lujos así? La respuesta es una: un escritor de raza, con muchísimas lecturas encima, con harta vida para no sonar falso, y en especial, consciente de que tiene talento pero que a la vez éste no es suficiente para sacar adelante una obra que tiene fuertes cimientos en lo mejor de nuestra tradición.

Sin ánimo profético, me es necesario manifestar que este conjunto de relatos está llamado a ser un referente obligado para todos aquellos que en un futuro quieran saber la radiografía de la poética de este escritor que no se cansa de cuestionar con sutileza en prácticamente todo lo que escribe.
Nota: Esta reseña apareció en la edición de Diciembre de Literaturas.com